domingo, 11 de noviembre de 2012

El gatito atigrado

 El gatito atigrado 


- No podemos tener uno acá -dijo Sandro en tono terminante.
- Pero no tiene que ser un perro grande, replicó Gabriela. -Yo me encargaría de alimentarlo y podemos turnarnos sus salidas.
- La casa siempre está sola.  A tener un perro que esté solo y sufra, prefiero no tener nada.
Gabriela no insistió. Lo cierto es que tampoco estaba muy segura de querer tener un perro en el pequeño departamento que habitaban. Ella salía a trabajar muy temprano y llegaba tarde a casa, después de la maestría. Eso le dejaba solo los fines de semana y unos pocos momentos libres para pasar tiempo con un perro. Sentía de todas formas una carencia indescifrable que la perturbaba cada vez más en la vida que llevaba con Sandro. Desde que llegó de Piura hace cuatro años, Gabriela había trabajado ininterrumpidamente en una agencia de seguros, llegando a posicionarse y con una promesa de ascenso al culminar su maestría. A sus 31 años, sentía que sus metas profesionales se estaban realizando, aunque extrañaba a su familia y amigos de su infancia, a quienes solo veía dos o tres veces al año. En un inicio consideró que la lejanía de sus seres queridos podía ser la que generaba esa sensación de vacío en su ser, que por momentos le oprimía el pecho y que poco a poco se iba apoderando de su cotidianeidad. La presencia de Sandro le permitía distraerse un poco, olvidar momentáneamente esa impresión de que algo faltaba completar en su vida, mezcla de inquietud y pesadumbre que trataba de no manifestar a su novio. Cuando Sandro sentía que algo no andaba bien con su chica, no tenía otra respuesta que regalarle mimos y caricias y preguntarle tímidamente si tenía algún problema o si podía ayudarle con algo, sin mayor convicción de querer afrontar y resolver la causa de sus perturbaciones. Gabriela tenía muy pocos amigos en Lima, lo que la llevaba a depender de Sandro para tener algún tipo de vida social. Igual, no le gustaba mucho la vida nocturna. Prefería ver películas en la comodidad de su cama antes que pulsear la noche. Todo lo contrario de Sandro, un bohemio irreprimible, una mala hierba (que nunca muere), un fénix de la noche, que en cada juerga arde en llamas para resurgir de sus cenizas en la siguiente noche y volver a arder. Ellos llevaban dos años saliendo, se podría decir como enamorados, aunque nunca tuvieron la iniciativa de “formalizar” su relación. Por eso no tenían fecha de aniversario, y lo cierto es que esas cuestiones tampoco les importaban mucho. Lo único que Gabriela le había exigido a Sandro era colocar en su perfil de facebook que ellos “tenían una relación”. Era su manera de dejar sentado que él le pertenecía, así como los perros que orinan en el árbol que consideran suyo. A Sandro le pareció la idea más estúpida del mundo, y resistió firmemente, pero como en muchos otros aspectos de las relaciones de pareja que los hombres consideran banales y las mujeres sobrestiman, finalmente tuvo que ceder. 
Gabriela vivía en un pequeño departamento en San Borja desde que llegó del norte. Mientras avanzaba su relación con Sandro, él se quedaba cada vez más días de la semana a dormir. En determinado momento, casi sin darse cuenta, más de la mitad de la ropa de Sandro estaba en el departamento y él aportaba para el alquiler y los gastos semanales. Pasado un año, ellos ya convivían permanentemente. La experiencia inicial de una vida en común fue un tanto difícil para los dos, pero especialmente para Sandro, que nunca había tenido una relación tan “seria” con alguien, ni hablar de convivido. Y es que él siempre lo había querido así. Antes de conocer a Gabriela, Sandro solía salir con chicas algo superficiales o que no pudiera tomarlas muy en serio. Así evitaba involucrarse afectivamente con alguien, aunque lo hiciera inconscientemente. Sandro no imaginaba dejar de jaranearse rico por culpa de una chica. Tenía aversión a la frase sentar cabeza. De alguna manera, él auto-saboteó relaciones pasadas por seguir manteniendo costumbres de su vida disoluta, como reunirse casi todos los viernes con sus amigos de su antiguo barrio de Magdalena para tomar ron en “la esquina del movimiento”, como solían llamar a ese punto donde el Serenazgo Municipal todavía no se atrevía a aplicar la norma que prohíbe beber licor en la vía pública. Hay prácticas que en determinados barrios son muy difíciles de cambiar. Muchos de sus amigos ya tenían trabajo estable y en algunos casos bien remunerados, lo cual les permitía olvidarse de las chanchas para comprar un Cartavio Black con gaseosa, compañero de mil batallas. La consigna “Dios proveerá” ya había perdido vigencia con el paso a la adultez, por lo menos para muchos de ellos. Ahora ya no era raro que dos o más trajeran un ron Santa Teresa, algunas veces un Barceló. Mientras más dinero tiene uno, más gasta, y es cierto también que licores de 10 o 15 soles ya no se diluyen tan bien en el organismo cuando uno se acerca a la base tres. A Sandro, con 29 años a cuestas, poco le preocupaba el cambio de década. Ver a muchos de sus amigos con pareja estable o habiendo formado una familia (debido en muchos casos a embarazos imprevistos), solo le generaba mayor rechazo al compromiso. Le encantaba burlarse de ellos cuando, como el mismo decía, sus señoras los sometían. Eso le permitía reforzar su convicción de independencia eterna. Gabriela era la única chica con la que se había conectado realmente. A diferencia de sus relaciones anteriores, si se les podía llamar así, a Gabriela la conocían la mayoría de sus amigos. Ella había comenzado a ocupar muchos espacios en su vida, y así fue porque él lo había querido y permitido. De todas formas, Sandro siempre procuró mantener márgenes de independencia. Si él quería salir solo con sus amigos, Gabriela casi siempre tenía que tolerarlo. A diferencia de él, la mayoría de sus amigos solo salían sin sus novias previo permiso obtenido, o simplemente se escapaban. Un amigo de él, el chato Enrique, le decía a su enamorada todos los sábados en la tarde que se iba al estadio a ver jugar al equipo de sus amores, Universitario de Deportes. En realidad, el chato Enrique acudía a una discoteca que abría en la tarde, ese tipo de locales donde la promesa de sexo genera una competencia dura, salvaje. Mientras el chato ofrecía whisky a una incauta, le enviaba mensajes de texto a su novia desde su blackberry si se enteraba de algún gol de su equipo.
Sandro sentía que si su relación con Gabriela había crecido hasta llegar al nivel de convivir, si él estaba enamorado (cómo realmente lo sentía), era porque ella siempre respetó los límites que él estableció. Sandro era feliz con Gabriela, como nunca lo había sido antes. No obstante, para él era sumamente difícil proyectar una vida en común con ella a mediano o largo plazo. Su mente estaba en el día a día, como casi siempre había estado en todas las dimensiones de su vida. Y en su vida actual disfrutaba verla a ella todos los días, dormir a su lado, ver primero su cara al levantarse, que ella le traiga algún sanguche de vez en cuando después de la maestría, y que juegue play station con él. Así pasaban los días, y después de un año de convivencia, la relación había entrado en el peligroso terreno del hábito. Ya no salían mucho juntos y Sandro aprovechaba cada vez que tenía la ocasión para salir solo. Se había llegado a un punto en el cual no era claro hacia donde podían seguir creciendo como pareja. Como dicen que toda crisis es una oportunidad, se sentía la necesidad de algo, un suceso que moviera los cimientos sobre los que su amor estaba asentado, y que pudiera reflejar en su real dimensión las intenciones de uno con el otro. El perro pudo haber sido una solución a esa situación latente. Los deseos de Sandro por reducir el nivel de compromiso al mínimo posible, prevalecieron una vez más.
Tras el episodio del perro, Gabriela tenía drásticos cambios de ánimo cada vez más frecuentes. Pasaba de la irritación al abatimiento sin razón aparente. Cuando Sandro preguntaba tímidamente sobre su estado, ella desviaba el tema de conversación o simplemente no decía nada. Ya no tenían sexo tan seguido como antes y se había vuelto un tanto monótono. Sandro trataba de estar más atento con ella, aunque siempre evitando (inconscientemente) sondear las tribulaciones de su enamorada. Se sentía desconcertado e impotente frente a la situación, que cada día se le hacía más inmanejable. Desconocía si su congoja se debía a él, pues nunca había pasado por una situación similar. Si Gabriela hubiera manifestado ese comportamiento cuando recién salían, él hubiera pensado “que loca esta flaca”, y su reacción inicial hubiera sido otorgar su hombro, más por una cuestión moral que de sentimiento. Pero igualmente, más temprano que tarde, hubiera preferido salvaguardar su salud mental antes que involucrarse en algo tan complicado para él. Ahora la situación era distinta. Él vivía con ella y sentía que realmente formaba parte de su vida, aunque sin poder definir cómo. De alguna manera, él sentía que el bienestar de Gabriela era su responsabilidad. No era pues nada fácil desembarazarse de esa situación, que hubiera sido lo ideal dentro de su practicidad y aversión al compromiso. Tampoco quería hacerlo. Le frustraba no poder entender lo que le pasaba a Gabriela, cómo poder mejorar su estado de ánimo. Comenzó a pensar que, tal vez, ella ya no estaba enamorada de él y que le daba pena decírselo.
El padre de Gabriela era un hombre mayor que guardaba estrechos vínculos con su hija a pesar de la distancia entre ellos. Ambos se adoraban, como solamente lo pueden hacer un padre y una hija. La migración de Gabriela le había afectado principalmente a él, que veía como su hija mayor, su princesa, disolvía el círculo de seguridad que había construido en torno a ella para entrar en las fauces de Lima, el monstruo de mil cabezas. Por eso siempre procuraba estar pendiente de su situación, llamándola por teléfono o hablando por Skype 4 o 5 veces por semana. Una noche, Gabriela cenaba en la cama con Sandro, viendo Los Simpsons en la tele. El celular de ella sonó y Sandro pudo percatarse de que comenzó a hablar con su padre, dejando inmediatamente de prestar atención a la conversación. Había fumado un poco de marihuana hacía una hora, un par de buenas pitadas antes de que la cena esté lista para poder abrir el apetito. Pasó no sabe cuanto tiempo mientras reía desaforado, cuando en un momento volteó a mirar a Gabriela y notó que ya había dejado de hablar por teléfono. La vio como paralizada, ensimismada en sus pensamientos, miraba al vacío y parecía como si en cualquier momento fuera a romper en llanto.
- ¿Qué pasa bebé? –preguntó Sandro.
Después de unos instantes en que Gabriela pareció reaccionar y darse cuenta de su entorno, como si estallara la burbuja que la suspendía, respondió sin mirar a Sandro:
- Mi papá tiene cáncer al colon. Lo van a operar no sabe cuando, y probablemente tengan que hacerle quimioterapia.  
Dicho esto, volvió a sus pensamientos, regresó al vacío en el que flotaba hasta hacía unos instantes. No quería decir nada más. La primera reacción de Sandro fue abrazarla, también sin decir nada. Conocía al padre de un viaje que tuvo con Gabriela a Piura, el último año nuevo. Era consciente de que no tenía la simpatía del viejo, quien no lo veía como un buen prospecto para su hija. Pero en tanto a ella le afectaba la situación de su papá, a él le preocupaba, o por lo menos sentía que debía preocuparle. Sandro comenzó a hablar acerca de los avances de la ciencia médica, cómo enfermedades que antes parecían incurables como el cáncer, ahora podían ser tratadas y controladas. Repentinamente, Gabriela volteó, miró a Sandro fijamente, y le dijo en un tono de voz que él nunca le había escuchado antes, “quiero tener un hijo”.
- ¿Quieres tener un hijo? –fue la inmediata, incrédula y lacónica réplica de Sandro. Solo atinó a esa reacción casi automática, sin asimilar la verdadera dimensión de la propuesta. Ese tipo de reacciones que muchos hombres tienen cuando se ven en aprietos con sus esposas o novias y recurren a repreguntas o artilugios verbales que suplen la falta de argumentos. La idea es decir sí y no al mismo tiempo, no verse comprometido en nada, diplomacia pura. La respuesta más acertada es la que permite voltear la situación a favor de uno.   
- Quiero que mi papá juegue con su nieto. Yo quiero jugar con mi papá y su nieto. -El tono de voz de Gabriela era el mismo que Sandro había usado antes para oponerse a adoptar un perro.
- Pero cómo me puedes proponer una cosa así de esa manera. Estás preocupada por tu viejo, él va a estar bien. Si le han dicho que le van a hacer quimioterapia es porque es tratable…, -respondió Sandro, cómo si fuera un futbolista reclamándole a un árbitro que acaba de expulsarlo del partido.
- Lo de mi papá solo me ha abierto los ojos y darme cuenta de que ahora es el momento. Tengo 31 y ya casi termino la maestría. Lo he sentido todo este tiempo…
Sandro se quedó callado. Gabriela lo comenzó a mirar fijamente, buscando una respuesta que no sea solo una repregunta. Sandro observaba la pared, sin un punto específico de referencia. Sentía que ella lo miraba fijamente, pero no se atrevía a voltear y mirarla. No sabía cómo reaccionar. En esos instantes solo pensaba, llegando a vislumbrar que el perro que nunca fue, solo había sido un mensajero; como aquellos ángeles que visitan a María antes de la llegada del espíritu santo. La situación del padre solo había catalizado la bomba de tiempo que se gestaba en torno a él. No atinaba a responder nada.
- Se que ésta no es la mejor manera de proponerlo -dijo Gabriela en un tono cálido y conciliador, reduciendo la dureza gestual previa- Hace semanas, un mes tal vez, que lo siento. No trataba de penetrar mucho en ello, porque intuía de qué se trataba. Sabía que no ibas a aceptarlo de ninguna manera. Pero esto se trata de mí, es más allá de nosotros. Yo quiero tener un hijo. Quiero que mis hijos crezcan y estar joven para ellos.
- Es decir que puedes tenerlo conmigo o con quien sea, dijo Sandro, sintiendo vagamente cómo en ese preciso instante un ligero peso salía de sus espaldas.
- Yo quiero tenerlo contigo…, yo te quiero no sabes cuánto. Pero sé que tampoco puedo obligarte, así como tampoco puedes obligarme a cambiar mi decisión.
Sandro comenzó a sentir cierto alivio; las cosas se le estaban facilitando.
- No puedes pedirme que te dé una respuesta ahora.
- Quiero que me digas lo que sientes… por lo menos, que te parece la idea.  
¿Qué pienso?, pienso que eres una loca por proponerme algo así de esa manera, pensó inmediatamente Sandro. ¿Si quiero tener un hijo? ¿Cómo voy a tener un hijo ahora? ¿Es que realmente me está diciendo todas estas cosas? ¿Acaso me quiere ahuyentar? La incredulidad inicial de Sandro comenzó a transformarse en fastidio. A diferencia de otras crisis de pareja que había tenido antes, sea con Gabriela o con anteriores novias, ahora sentía realmente que debía y podía confrontar la situación. Sentía firmemente que él no tenía culpa de nada, si es que se podrían atribuir culpas en este asunto. En todo caso, la falta era de ella, que le proponía una locura, algo inconcebible para él. En esta oportunidad no tenía que excusar alguna falta suya, no tenía por qué bajar la guardia y ceder. Ahora era él, de alguna manera, la víctima de la situación.
- No estoy listo…, yo te amo, pero no es lo correcto, no estamos listos…, no tengo chamba fija ahora, me cagaría con los gastos del bebé.
- Con lo que yo voy a ganar podría mantenerlo, dijo ella en un tono tajante y frío, transformando la ternura expresada hasta hace unos instantes.
- Y entonces para que me pides que sea el padre si ni siquiera cuentas conmigo para los gastos -respondió Sandro un poco más ofuscado.
- Ya te dije ya…, no hay nada que me limite a tener un bebé ahora. Es más, ahora es el mejor momento. 
Sandro no quiso discutir más. Se quedó callado. Los dos quedaron mudos. Solo el sonido de la televisión diluía de alguna manera la sorda tensión que se percibía en el ambiente. No se volvieron a decir nada en toda la noche, y a la mañana siguiente ella salió temprano al trabajo mientras él dormía. Cuando Sandro despertó, recién pudo respirar con tranquilidad y meditar fríamente los sucesos. ¿Qué hacer? Quería mucho a su chica, pero no le entraba en la cabeza tener un hijo. No, no había forma. ¿Tal vez esta era la oportunidad para desligarse? A veces se reciben mensajes insospechados que se deben saber interpretar. Como dijimos, Sandro nunca había sido un confeso de las relaciones convencionales. Cuando veía que la situación comenzaba a subir de nivel, hacia instancias que escapaban de su control, prefería, como se dice, zafar cuerpo. Dados los últimos acontecimientos, ¿sería éste el momento para hacerlo? ¿Hasta dónde era capaz de ceder por ella? Podía consentir mucho, podía llegar a ser considerado un pisado tal vez, pero un hijo era demasiado. Es otra persona, es una responsabilidad muy grande. En el fondo, Sandro no rechazaba la idea de tener un hijo algún día. Pero no, ahora no era el momento. No había forma…
Sandro no quiso regresar esa noche al departamento. Durmió en la casa de sus padres, en un colchón que le tiraron al piso en lo que alguna vez fue su cuarto y ahora ocupaba su primo. Despertó al día siguiente y se levantó del colchón solo cuando el almuerzo estuvo listo. Durante la mañana pensó y meditó sin un orden coherente. Ideas dispersas se entrelazaban, llegando a comprender más claramente aspectos del comportamiento reciente de Gabriela a los que no había prestado atención y que ahora cobraban real significado. Sandro cavilaba, ¿Y si Gabriela hubiera quedado embarazada en algún momento? Ahora, creía que ella lo hubiera tenido de todas maneras. Ella tomaba pastillas, y él procuraba no terminar dentro de ella casi siempre. Cuando en escasos momentos de su relación con Gabriela se le pasó fugazmente por la cabeza la posibilidad de “dejarla en boliche”, cómo él mismo se refería al tema, siempre imaginó que ella no tendría mayor inconveniente en abortarlo. Él, obviamente, tendría toda la convicción de apoyar y fortalecer su decisión. ¿En qué me basé para pensar eso?, reflexionaba en forma autocrítica. Nunca antes habían hablado de la posibilidad de formar una familia. Las opiniones que ella alguna vez tuvo sobre el tema nunca le dieron la sensación de entrar en terreno peligroso. Ahora pensaba, ¿ella se guardó ese tema todo este tiempo porque pensó que lo iba a ahuyentar? Conociéndolo como lo conocía, era probable que sí.
Durante la tarde llegó su amigo Raúl a invitarle unos tronchos que recién había comprado. Raúl era su amigo de la academia de publicidad y lo conocía desde hace casi 10 años. Jugaban fútbol en grass sintético casi todas las semanas, con un grupo de amigos de la academia y otros invitados que tenían que llamar, porque siempre cancelaban 2 o 3 a última hora. Tras cada partido, llegaba el fullvaso de rigor. Raúl había tenido una relación de casi 8 años con su novia de la academia. Terminó su relación repentinamente porque conoció otra chica de la cual se enamoró locamente, y que era todo lo contrario a su antigua novia. Para su desgracia, esta chica tenía distintos intereses a la monogamia, una vida licenciosa que no concordaba con el prospecto de pareja que Raúl buscaba. La cosa no funcionó, y cuando en algún momento él quiso reanudar su relación anterior, su enamorada de casi toda una vida ya salía con otra persona. Se había quedado sin soga y sin cabra. Esos sucesos generaron en Raúl un rechazo al compromiso de pareja, por razones y orígenes totalmente distintos a los de Sandro, como se puede apreciar. Lo menos que quería hacer Raúl era tener enamorada en esos momentos, o una relación como la que había tenido durante los últimos años. Sentía en el fondo, que pudo haber hecho muchas más cosas en su vida en todo el tiempo que duró su relación. Su principal vía de desfogue, si se le puede decir de esa manera, era el Hostel de su mejor amigo, que le permitía conocer gringas y europeas transitorias.   
Mientras jugaban Winning Eleven en el play station, Sandro le contaba a Raúl lo que había pasado con Gabriela. Raúl hacía sorna del estado de su compañero, como era habitual entre su grupo de amigos cuando uno contaba sus penas amorosas a los demás. De haber estado con más gente en ese momento, las burlas solamente se habrían agudizado. Sandro también reía por momentos. A pesar de que la cabeza le daba vueltas y ya no tenía nada claro en su vida, no le podían dejar de parecer algo risibles sus actuales avatares, especialmente habiendo fumado y con su amigo cantándole burlonamente el estribillo I hate to say I told you so del grupo The Hives.
- ¿Pero tú quieres seguir con esa flaca? -preguntó Raúl.  
- Sí, de todas maneras. Pero, puta madre… ¿Qué hago?
- ¿Pero no te imaginas tener un hijo con ella en algún momento?
- O sea… sí, de hecho. Si tengo uno, quisiera que fuera de ella.   
- Humm… pero, ¿entonces por qué no ahora? Igual ya casi tienes 30. ¿A qué edad quieres tener uno?
- No sé, fácil llegando a los 40. Supongo que a esa edad ya tendré flojera para salir y solo querré honguear en mi casa. Es una buena edad para tener un hijo. - decía Sandro mientras sonreía irónicamente.
- Esa huevona nicagando te va a esperar hasta los 40. Estás locazo tío.
- Jaja, ¿si pues no? Es verdad. Puta, causa. Estoy cagado.
- Pero mira brother, además, ¿tú crees que puedes darte el lujo de financiar un hijo en estos momentos? Ni siquiera tienes chamba fija. Mira huevón, si se tratara de casarse o algo por el estilo, te diría que ya pues, puedes hacer el sacrificio. Es tu roche, ¿entiendes? Pero en este caso se trata de una tercera persona. No es justo que traigas alguien al mundo si no vas a estar seguro, si no puedes asegurarle nada.
- ¿Verdad, no?
Las cosas se aclaraban cada vez más para Sandro. Él nunca pudo terminar la carrera de publicidad, a diferencia de su amigo. Problemas económicos se habían mezclado con su dejadez y vida exagerada, y ahora obtenía ingresos gracias a los esporádicos eventos en los que él se desempeñaba como asistente de producción. Quería encontrar un trabajo que le diera mayores ingresos económicos, pero tampoco movía un dedo para hacerlo. En realidad, lo que le pagaban en las producciones le alcanzaba para pagar sus gastos de convivencia, salir a tomar una o dos veces por semana y otros gastos eventuales, como ir a un cine o una cena de vez en cuando. Por eso se había dejado estar, y no se había planteado seriamente obtener un trabajo mejor remunerado. Por ciertos momentos, le frustraba un poco que Gabriela estuviera mucho mejor posicionada que él en lo profesional y económico. Pero si esta sensación nunca fue determinante a lo largo de su relación, era precisamente porque él nunca interiorizó la posibilidad cierta de formar una familia con ella, sentar cabeza permanentemente. Ahora podía darse cuenta con mayor precisión de que en su situación actual no podría mantener un bebé. Significaría sacrificar demasiadas cosas, todo su estilo de vida en aras del bienestar de su hijo. Y ni hablar de dejar que Gabriela sola lo mantenga. Su orgullo de varón lo obligaba a, por lo menos, dividir con ella en partes iguales los gastos del bebé. ¿Entonces? No había forma…
Esa noche Sandro no regresó al departamento que compartía con Gabriela. Al día siguiente ella lo llamó. Quería verlo, lo extrañaba le dijo. Sandro se moría por verla y abrazarla. Quedaron en verse y conversar esa tarde, sin ningún compromiso previo. Sandro ansiaba regresar con ella y hacer como si nada hubiera pasado, como si nunca hubieran tenido esa conversación del otro día. Le pasó por la cabeza que si ella lo había llamado y le había hablado tan dulcemente a pesar del impasse al que se enfrentaban, tal vez había pensado mejor las cosas, se había dado cuenta de que no era la forma ni el momento. Sea lo que fuere, él sentía una gran necesidad de ver a su chica. Pero entonces, ¿si ella insistía en el tema del hijo? No quería pensar cómo iba a reaccionar en ese supuesto, qué iría a responder… aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
Sandro fue al departamento en la tarde. Gabriela había pedido permiso en el trabajo para salir temprano porque tenía cólico. Apenas se vieron, se abrazaron muy cariñosamente. Un observador externo nunca hubiera podido imaginar todo lo que pasaba entre ellos. Se echaron en la cama de lado, mirándose uno al otro, acariciándose las mejillas y manos mientras contaban con mucha naturalidad lo que habían hecho en los últimos dos días que dejaron de verse. Sandro se sentía muy aliviado en ese momento. Pensó que probablemente ella ya había cambiado de parecer. Envalentonado por la sensación de sosiego que, tras la tormenta estaba alcanzando, quiso, como extraña vez lo hacía, tomar el toro por las astas.
- ¿Qué has estado pensando de todo esto? ¿Qué sientes ahora? – le preguntó muy tiernamente.
- Creo que eres tú quién debería responder ese tema -respondió Gabriela con la misma calidez, pero exhibiendo mayor firmeza en el tono.
Sandro quedó mudo. Sintió como si todo se estuviera derrumbando en torno a él, otra vez. Estaba seguro de que la respuesta de su chica indicaba que ella no había cambiado de idea. Pero, ¿por qué me llamó entonces? ¿Por qué está así conmigo ahora? pensaba incrédulamente. Creía que él había sido lo suficientemente claro respecto al tema, pero ya no tenía la certeza de que su postura estuviera clara para ella. Si bien había meditado profundamente sobre la posibilidad de tener un hijo, no había querido imaginarse cómo iba a reaccionar frente a su novia, qué respuesta concreta le iba a dar. A diferencia de anteriores peleas con Gabriela y otras chicas en las cuales había planeado múltiples escenarios de careo y argumentos de defensa, ahora Sandro no había preparado nada, tenía la guardia baja. Habiendo llegado a esa encrucijada, sentía nuevamente la espada de Damocles sobre su cabeza. Había llegado a ese momento en el cual uno no puede esquivar el destino, tiene que elegir. Esa sensación límite lo llevó a expresarse con una sinceridad y transparencia que no había manifestado en otras ocasiones.
- La verdad… pienso que es algo que deberíamos conversarlo un poco más. Es una decisión que nos va a afectar el resto de nuestras vidas. Yo, la verdad, no estoy listo. No siento que pueda ser un buen padre todavía. Es decir, tengo que conseguir una mejor chamba. Tengo que desahuevarme un poco, lo sé. Pero también sé que eso no quiero hacerlo ahorita. No siento que todavía deba sacrificar muchas de las cosas que hago ahora por tener un hijo. Sé que suena tal vez egoísta, pero creo que hay etapas en la vida de cada uno que tiene que pasar y quemar antes de meterse a un rollo así. No sé que más decirte… yo te quiero no sabes cuánto, no sabes cómo he pensado en ti estos días. No sé, a veces pienso que no soy lo mejor para ti. Quisiera ser una mejor persona, pero lo soy cuando estoy contigo… -Sandro expresó estas últimas palabras mientras acariciaba las manos de ella.
- Yo no quiero separarme de ti -respondió Gabriela en un tono cálido y compasivo - pero tampoco puedo ocultar lo que siento. No es algo que se va a ir de mí si regresamos ahora. No quiero seguir sintiéndome así. Tal vez… no sé, me da mucha pena decirlo… pero estar un tiempo separados tal vez podría aclarar un poco las cosas entre nosotros. Por lo menos… no sé, es lo mínimo que te podría pedir ahora, porque no puedes esperar que me olvide de algo que está dentro de mí. Dejemos que las cosas fluyan naturalmente. No puedo darte otra respuesta ahora… - Parecía como si Gabriela quisiera seguir hablando pero algo dentro de sí le dijo que pare, que no hable más.
- No entiendo. Debo estar loco entonces. -Sandro expresaba cierta molestia y reproche hacia su novia. - Si no has cambiado de parecer, ¿por qué estás así conmigo? ¿Por qué complicas más las cosas entonces? No sé qué quieres de mí -dijo Sandro mientras retiraba el brazo y la pierna que tenía cruzados sobre ella, quedándose rígido.
- Quería saber cómo estabas. Y sí, te extraño, quería verte. Pero eso no quita las otras cuestiones, que son más profundas, más importantes para mí, para mi vida. Siento que haya tenido que pasar esto. Lo siento mucho en verdad. -decía ella, mientras sollozaba silenciosamente.
- Entonces supongo que no hay nada más que decir. -Sandro exclamó estas últimas palabras con la voz de un general derrotado a punto de firmar el documento donde declara la rendición incondicional. Se sentó en la cama con la cabeza gacha, dándole la espalda a Gabriela, y comenzó a pasarse las manos por la cabeza. Se paró, fue al baño a orinar y luego salió. Ella estaba fumando un cigarro, de pie, mirando a la calle desde la ventana del cuarto. Estaba volteada de lado, pero él sentía que ella igual lo veía. Sandro cogió su casaca que estaba en el borde de la cama y se la puso. Se quedó parado, mirándola exactamente detrás de ella. Respiró fuerte.
- Bueno, yo me voy.
Gabriela volteó, lo miró, y solo atinó a mover la cabeza afirmativamente.
- Ya hablamos pues, dijo Sandro en un tono conclusivo, utilizando una frase y un tono de voz que sonaban impostados, no acordes con la situación real. Ese tipo de pseudo proposiciones que muchos hacen cuando quieren aparentar interés por mantener contacto con personas que no les merecen mayor simpatía, todo debido a una falsa cortesía.  - Esteee… ¿mañana puedo pasar en la tarde para recoger mis cosas?
-  Claro, claro. No creo que esté a esa hora. Normal, puedes venir cuando puedas.
- Ok. Cuídate mucho. Te quiero.
- Yo también te quiero.                   
Sandro tiró la toalla. Si ella no había cambiado de parecer, él ya no podía hacer nada. Pensaba que, bueno, la cosa no funcionó, supongo que tenía que pasar en algún momento, seguro que ella encontrará a una mejor persona que pueda darle lo que quiere, ese ya no seré yo. En el fondo, él pensaba que la aprensión que sentía en esos momentos debido a su inminente separación sería pasajera, y que pronto podría regresar a la plena libertad que, una parte de sí, ansiaba. Todo sería cuestión de tiempo entonces. Sandro dejó el departamento y comenzó a caminar hacia Miraflores, bajando por la avenida Parque Sur. Caminaba sin destino. Se puso los auriculares y comenzó a escuchar un poco de reggae. Pensó que The Gladiators podría aliviarlo en ese momento… un poco de reggae suave para el alma abatida.
Sandro comenzó a vivir nuevamente en la casa de sus padres. Llegó a un acuerdo con su papá para pagar ciertos gastos de la casa en tanto recuperara su antiguo cuarto. Los primeros días tras la separación, se distraía jugando pelota con sus amigos de la academia y del barrio. Se compró 50 soles de yerba para amenizar un poco sus días en soledad, aunque casi siempre trataba de estar en compañía de sus amigos. Para su fortuna, en ese periodo inicial lo llamaron para apoyar en varios eventos, muchos de ellos casi consecutivos. Eso le ayudó a despejar la mente. Eso, y también coquetear con las anfitrionas que trabajaban con él. A Gabriela la había engañado dos veces con otras chicas, pero los episodios habían sido muy esporádicos. Tampoco es que él hubiera tenido la actitud de querer sacar los pies del plato cada vez que podía. No sentía la necesidad de hacerlo. Es más, las veces que la engañó tuvo secuelas de remordimiento, la sensación de algunos ex-drogadictos cuando recaen tras haber estado limpios un tiempo.
Ahora que estaba solo, reanudó contacto con una antigua amiga, de esas que se suelen referir como “amigas cariñosas, y a quién no veía desde que comenzó a salir con Gabriela. Ella era una madre divorciada que no podía encontrar otro padre para su hija. Tras el coito de su primera salida post-Gabriela, Sandro sintió la libertad a flor de piel. Sintió de alguna manera que volvía a formar parte del sistema, como se suele decir, back in business. La segunda vez que salieron, no obstante, fue totalmente distinto. Mientras tomaban unas cervezas en un bar de Miraflores, en un local donde imaginaba que jamás podría encontrarlo Gabriela o alguien que la conociera, Sandro comenzó a sentir cierta incomodidad. Quería que su acompañante dejase de hablar para ir a tirar de una vez. La encontraba un poco insoportable, la verdad. Comenzó a cuestionarse qué hacía en ese lugar, por qué no estaba con su chica viendo una película abrazado en su cama. Se odió un poco en ese momento. No hay peor sensación que la que uno tiene cuando debe separarse de alguien sin haber dejado de amarla. Y además teniéndola tan cerca, solo bastando una llamada telefónica, una visita. Saliendo del bar, su amiga cariñosa le propuso ir a su departamento, pero él inventó que lo habían llamado de emergencia de su casa y tenía que acudir presurosamente. No quiso explicar más que eso y se fue.  
Después de tres semanas, Sandro comenzó a sentir crudamente los estragos que había dejado en él su separación de Gabriela. De alguna manera, él era de las personas de las que se dice, llevan la procesión por dentro. Con sus amigos y familia transmitía naturalidad y buen humor, pero en los momentos de soledad o cuando hablaba de Gabriela con alguien, su humor se transformaba. No quería explicar más de lo necesario y sus amigos tampoco pretendían que lo hiciera. Es una especie de código entre los hombres tratar de no ahondar en las cuestiones relacionadas con el corazón de sus amigos, manteniendo abiertas heridas que deberían cerrarse. Sandro sentía unas ganas locas de llamarla o encontrársela en el chat. Al parecer ella lo había bloqueado, pues ya nunca la veía conectada. Un día le habló por chat a Carla, una amiga piurana de Gabriela a la que casi nunca le hablaba. Él le preguntó disimuladamente (según él) sobre el estado de Gabriela. La amiga le contó que la operación del papá había salido muy bien y que ya no iba a ser necesario aplicarle quimioterapia post-operatoria. Respecto a Gabriela, ella estaba bien. Sandro no sabía cómo conseguir más información. Comenzaron a invadirle imágenes de Gabriela saliendo con otra persona y siendo feliz a su lado. Tenía mucho miedo de constatar que sus fabulaciones fueran ciertas.
La madre de Sandro siempre había sido partidaria de tener varias mascotas simultáneamente. Tenía un traspatio relativamente grande, lo que le permitía tener un pastor alemán y un labrador al mismo tiempo sin alterar demasiado el orden de la casa. Ella quería a gatos y a perros por igual. Por eso siempre hubo por lo menos dos perros y un gato en la casa, o dos gatos y tres perros, dependiendo del período del que se tratase. La señora se hizo conocida en el barrio como una mujer bondadosa con los animales, pues además de tener varias mascotas, colaboraba con organizaciones que brindaban cobijo a perros y gatos callejeros. Un día, hace ya algunos años, ella encontró un cachorrito en la puerta de su casa envuelto en unas mantas viejas. Lo crío y lo adoptó como un hijo. Un tiempo después, encontró otro perro en su puerta, esta vez un poco más grande. En esa oportunidad lo dio en adopción a una prima que tenía una chacra en Cañete. Luego llegó un pequeño gato a la casa, dándole sustento hasta que el gato creció y una noche tomó su propio rumbo por las calles de la ciudad. Cada vez que regresaba, ella lo alimentaba. Y así, la madre de Sandro se hizo un nombre en el barrio como la mujer benefactora que jamás dejaría abandonado a un animal. Aquellas personas que no podían mantener un perro o un gato recurrían a ella, aliviando de ese modo su cargo de conciencia por abandonar a seres indefensos.
Uno de esos días posteriores al brusco desencuentro de Sandro con la realidad de su separación, un pequeño gatito fue abandonado en la puerta de su casa, como muchas otras veces antes. Debía tener 1 mes o un mes y medio como máximo. Estaba flaco y muy sucio. La casualidad quiso que Sandro lo recibiera, pues él atendió el timbre. Pensó para sí, “puta madre, otra vez carajo”, llamando inmediatamente a su madre para recriminarle por haber instituido su casa como albergue de animales. Levantó al gato a la altura de su cara y comenzó a observarlo fijamente. Tenía un color entre crema y canela y un manto atigrado sobre su piel. Parecía un minúsculo tigre o tal vez un leopardo. Sus ojos eran de un calor amarillo verdoso, y tenía una mirada muy profunda. Mientras se observaban, Sandro sentía como el gato escudriñaba su alma y se enteraba de sus penurias. El gatito transmitía una tranquilidad de espíritu que solo los gatos pueden dar. La mirada del gato era severa, pero a la vez tranquilizadora. Era como la mirada del padre que entiende las faltas de su hijo y está dispuesto a perdonarlo una vez más.  La madre de Sandro recibió al gato, no sin dejar de culparse socarronamente por ser tan permisiva con sus irresponsables vecinos.
El pequeño minino comenzó a habitar la casa, sintiéndose muy intimidado debido a la presencia de los otros tres perros y la gata que residían en la casa, y que adoptaron una posición defensiva ante la llegada de un intruso a su territorio. Sandro pudo notar como el gatito era continuamente amenazado por los otros animales. Él sentía que debía protegerlo, y comenzó a tenerlo en su cuarto cuando estaba en la casa. Eso generó los celos de su viejo perro Tintín, hermoso rottweiler que obtuvo su nombre en homenaje al comic francés y que idolatraba a Sandro más que a cualquier otro habitante de esa casa. De alguna manera, Tintín era como una especie de hijo para Sandro, como el hijo que no quería tener. Tintín era el perro que veía con mayor recelo al recién llegado. Cuando se acercaba tímidamente a olfatear al gatito, éste adoptaba la natural posición defensiva que asumen los gatos cuando se ven amenazados. Después de un pequeño careo silencioso, el perro comenzaba a ladrarle agresivamente y a hacer amagues de atacarlo, lo que obligaba a Sandro a cogerlo y botarlo del cuarto. Sucedidos estos conatos de pelea repetidas veces, Sandro no tenía otra opción que cerrar la puerta de su cuarto con el gato dentro, dejando a Tintín fuera. El perro lloraba, aullaba y rasgaba la puerta sistemáticamente. Cuando Sandro lo miraba, veía claramente la cruda expresión de abandono que su perro reflejaba. Le carcomía las entrañas que su perro pensara que había dejado de ser su favorito. La situación era bastante incómoda para él, lo que se sumaba a sus penas por la novia perdida. No podía encargarse del gato y tampoco podía dejarlo suelto en la casa, pues podía terminar siendo el bocado de Tintín o del otro pastor alemán, Brandon, que tampoco veía con buenos ojos al pequeño invasor.
Uno de esos días, Sandro se encontraba tomando unas cervezas con dos amigos del colegio en un bar de la calle Berlín en Miraflores. La idea era tomar un poco, hacer previos, y luego enrumbar a la  discoteca Sargento Pimienta, donde grupos locales iban a hacer un homenaje a bandas de música grunge. Como buenos representantes de la década de los 90, Sandro y sus amigos no podían perdérselo. En un momento de la amena conversación, Sandro comenzó a contar cómo Tintín no se llevaba bien con el nuevo gato que había llegado a su casa, consultando si ellos tal vez conocían algún sitio donde dejarlo, o a alguien que lo pudiera recibir.
- Oye, pero, ¿y por qué no lo dejas en la casa de tu ex flaquita?, -dijo entonces uno de sus amigos, con una expresión burlona en su rostro.
- ¿Qué estás hablando imbécil? -respondió Sandro con una sonrisa incrédula, sin poder entender bien a lo que se refería su amigo.
- Claro pues causa. Mira, ¿tu flaca quería un hijo, no?, ya pues, aunque sea, puede tener un gato. No es lo mismo, pero bueno, en fin, algo podría tener.  
Los dos amigos comenzaron a carcajearse. Sandro río forzadamente. Minutos después, la propuesta de su amigo seguía dándole vueltas en la cabeza. ¿Y si le llevaba el gato a Gabriela? Había estado a punto de llamarla en los últimos días. Tenía muchas ganas de verla, dormir abrazado a ella, darle un beso, oír su risa, oler su cuello, saber por lo menos de su propia boca, cómo se encontraba. Una parte de él cargaba un intenso sentimiento de culpa por no haberle dado lo que ella anhelaba. Sentía de alguna manera que él estaba en deuda, una deuda que no podía resarcir de la forma que ella quería pero que tal vez podía compensar. La proposición de su amigo le permitió encontrar una salida a ese dilema personal. Tampoco es que pensara que regalarle el gato iba a aliviar esa carga emocional que la conmovía, pero ya en esos momentos sentía que no tenía nada más que perder. Cualquier acción que él tomara a esas alturas del partido no podría perjudicarlo más. Habiendo llegado a esa conclusión, decidió dar el paso.
Tres días después, un tranquilo martes por la noche, Gabriela se preparaba para sus finales de maestría en la habitación que solía compartir con Sandro. De pronto, sonó el timbre de la puerta. Su primera reacción fue de asombro, pues no había sonado el intercomunicador del primer piso ni el vigilante le había anunciado la llegada de alguien, como era costumbre. Se acercó a la mirilla de la puerta y vio a Sandro de pie, mirando de lado. Abrió la puerta automáticamente. No tuvo ese instante de reflexión en que uno considera la situación que se cierne ante sus ojos, que en su caso la llevaría a preguntarse qué hacía él ahí, por qué la venía a buscar. Estaba muy feliz de ver nuevamente a Sandro y quería hablarle lo más pronto posible. Cuando la puerta se abrió, ambos se quedaron mirando fijamente por un instante, un segundo tal vez, sin decirse nada. Las miradas expresaban que se necesitaban el uno al otro, que ambos habían sufrido con la separación y ahora se abría una nueva oportunidad, que rencontrarse en ese momento tendría algún significado provechoso para ambos.
- Hola nena. Cómo has estado… el guachimán me abrió la puerta de abajo. Disculpa por llegar así de improviso. Sandro quebró aquel instante suspendido fuera del tiempo para hablarle a Gabriela como tal vez nunca antes lo había hecho. La voz y los gestos de Sandro reflejaban la más pura inocencia, la de un niño que busca la redención por una falta cometida.
- ¡Hola! ¿Cómo estas? No, no te preocupes. Igual el guachi te conoce -respondió Gabriela, expresando una alegría y espontaneidad que terminaron por conmover completamente a Sandro.
- Te traigo un pequeño regalo. -Sandro sacó al pequeño gatito atigrado de la alforja que colgaba de su brazo.
- Ayyy! Qué lindo. ¿Es para mí? Es hermoso ¿Tiene nombre?, Pero… ¿cómo lo conseguiste?
- No sé… pasé por una tienda de animales, lo vi y pensé que te podría gustar. No tiene nombre todavía. -Sandro dio esta respuesta de forma automática, su subconsciente lo llevó a maquinar esa falsa historia. De acuerdo a la racionalidad de Sandro, era mucho más meritorio para Gabriela que él haya comprado ese gato pensando en ella, que haberlo sacado (gratis) del improvisado albergue de animales que existía en su casa.
- ¡Qué lindo!... -Gabriela cogió al gato entre sus manos y comenzó a acariciarlo y hacerle cosquillas en el vientre. Reía mucho, se la veía sumamente feliz. - Me alegra mucho verte. -Gabriela dijo estas últimas palabras con una pureza de espíritu que parecía que estuviera hablando su alma. 
-  A mi también nena. No sabes cuánto te he extrañado. Me moría por saber de ti. -Sandro cogió a Gabriela de los brazos y, al no percibir rechazo de su parte, la abrazó tiernamente, se dejó caer sobre ella, dejando un espacio entre ellos para no aplastar al gatito que Gabriela tenía entre sus manos. Ella soltó al gato de una mano y también abrazó a Sandro. Los dos se quedaron abrazados no saben cuánto, volvieron a penetrar ese espacio fuera del tiempo. Sus mejillas se juntaron, luego sus cuellos y luego sus labios. Ambos entraron al departamento de la mano, se cerró la puerta y ella dejó al gato sobre un pequeño sillón de la sala. Ambos se miraron nuevamente, se sintieron amados, completos de nuevo. Comenzaron a besarse con mayor intensidad que antes y terminaron quitándose la ropa y echándose en la cama, sin dejar de mirarse en ningún momento. Hicieron el amor de forma lenta, pausada, como si nunca se fuera a acabar el mundo, su mundo. Sus cuerpos se entrelazaban armónicamente, como si se hubiesen conocido de otra vida y solo estaban buscándose el uno al otro. Difícil describir ese tipo de instantes en que uno percibe el amor en su expresión más pura, plena. Después se abrazaron muy fuertemente, con todas las extremidades de sus cuerpos fusionadas entre sí. Nadie quería decir algo en ese momento, solamente sentían, volvían a sentir el olor de cada uno, la tersura de su piel.
- Quisiera que este momento nunca termine. -habló de pronto Sandro al vacío.
- Yo tampoco quiero. No quiero dejarte ir de nuevo. He pensado mucho en este tiempo que no has estado. En verdad, necesitaba este tiempo. Veo las cosas un poco más claras, y me he dado cuenta de que he sido un poco injusta contigo. No tenías por qué cargar con esta situación. Yo te amo, y no puedo dejar de hacerlo. Quería tratar de ser una persona fría y decir, “bueno pues, qué mierda” y hacerlo sola, por mi cuenta… pero no quiero hacerlo sola. Me cagaría de miedo. No quiero que tú sientas que tienes una responsabilidad conmigo. Que las cosas fluyan nomás, no quiero forzar la situación.
- Entonces, qué, ¿estamos bien? ¿Quieres que regresemos? -Sandro expresaba cierta incertidumbre e inseguridad al hacer estas preguntas, como el niño que no puede creer que vaya a recibir el juguete que siempre quiso.
- No sé si todavía deberías mudarte. Creo que deberíamos ir paso a paso. Pero sí, quiero verte. Además, tienes que cuidar y alimentar a este gato. Gabriela mostraba una tierna sonrisa burlona, que Sandro correspondió instantáneamente.
El gato se acercó a la cama y comenzó a emitir débiles maullidos. Parecía como si tuviera hambre.
- Le voy a dar de comer, creo que se muere de hambre. Pobrecito. -Gabriela se paró de la cama y fue a la cocina a buscar un poco de pan y leche.
Sandro siguió echado, observando gratamente al minino jugar con una media que él sostenía, mientras calculaba que su alimentación mensual no costaría más de cien soles.     

1 comentario:

  1. qué tan autobiográfico es esto? además de los 50 soles de hierba... jajajaja

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