viernes, 22 de junio de 2012

La identidad cultural y lo “indígena” en el devenir de los países andinos

La identidad cultural y lo “indígena” en el devenir de los países andinos

¿Por qué lo “indígena” se ha vuelto tan importante en la agenda social y política de nuestros países andinos? ¿Es que representa una forma de vida particular o un medio para reivindicar derechos históricamente postergados? Mirando al futuro, de acá a 50 años, ¿será necesario seguir hablando de “indígenas”?



Tras siglos de sojuzgamiento y represión, los pueblos indígenas se ubican en la actualidad en un contexto jurídico y político mucho más favorable a sus intereses, sean colectivos o individuales (como miembros de estas colectividades).

Alcanzar esos estándares más favorables a sus intereses no ha sido nada fácil. Primordial en esa línea, ha sido el desarrollo alcanzado por el cuerpo de normas internacionales y nacionales sobre los derechos humanos en las últimas décadas. Esto ha ocurrido de la mano con la propia emergencia de estas poblaciones, que paulatinamente (abrigados por ese marco más favorable) han ido encontrando vías para reivindicar sus derechos colectivos, o lo que ellos consideran que son sus derechos. Muchos de ellos se han constituido en actores políticos de primer orden, como lo demuestra el curso político y social actual en países como Bolivia y Ecuador.

El resultado alcanzado en este proceso, es la juridización del “indígena” o del “pueblo indígena”, entendidos éstos como sujetos de derechos de características y fundamento distinto de aquellos derechos que tienen los “no indígenas”. Es decir, en la actualidad, existen un conjunto de derechos especiales que se sustentan en la condición de ser “pueblo indígena” o “indígena”. Resulta claro que los derechos del “indígena” se dotan de contenido en un determinado grupo social, el “pueblo indígena, por lo que no tienen existencia por separado.

La fundamentación para otorgar esa cualidad jurídica diferenciada es ciertamente compleja, aunque se suele entender como una reparación histórica de los Estados respecto a estos colectivos y un medio para reducir sus condiciones de desventaja o exclusión respecto de otros sectores de la sociedad nacional. Es decir, son principalmente los Estados, creadores del Derecho por antonomasia, los que han definido las formas en que sus pueblos y minorías étnicas pueden ejercer sus derechos, negándoles al mismo tiempo, la facultad de crear y aplicar sus propios órdenes legales de forma autónoma.

Lo “indígena” como instrumento político

Sin embargo, esta situación se está modificando de alguna manera en los últimos tiempos. La pérdida de hegemonía del Estado central en muchos aspectos de la vida económica y social ocurre de forma paralela (y también es consecuencia de lo primero) con la emergencia de los localismos y regionalismos, que progresivamente adquieren mayor presencia y poder político en sus zonas de influencia. En consecuencia, considerando el excesivo centralismo del poder que caracterizó la historia de nuestros países andinos (incluso desde el período colonial), cada vez resulta más necesario que las leyes y disposiciones estatales tomen en cuenta las opiniones e intereses de las poblaciones que, sin distinción de su origen histórico y particularidades culturales, desarrollan su existencia en espacios distantes de los centros de poder tradicionales.

La cuestión es que paulatinamente muchas de esas reivindicaciones locales y regionales vienen adquiriendo una connotación étnica, que difieren de las demandas de connotaciones clasistas que se enarbolaban en el pasado (al menos en lo que respecta a la bandera de lucha, pues muchos de los contenidos de lo demandado presentan grandes similitudes). Muchas de estas reclamaciones actuales se vienen expresando a través de una demanda “indígena” o “étnica”, provenientes de un “pueblo indígena”. Esto no tendría mayor sustento si no existiera el respaldo de un marco jurídico nacional e internacional que les reconoce cierta subjetividad jurídica a estos grupos humanos y a sus integrantes[1].

Por lo tanto, actualmente para estos colectivos resulta mucho más beneficioso demandar un derecho como “pueblo indígena”, que como una simple comunidad o localidad. Esto conlleva que muchos grupos humanos que comparten ciertas características objetivas en común (un mismo territorio, una misma lengua, unas mismas prácticas culturales) y/o que albergan un sentimiento latente de autoidentificación, comiencen a “reinventarse” como “pueblos”, como “pueblos indígenas” en suma, considerando de esa manera que van a generar un equilibrio más balanceado de poder frente al Estado y el capital privado cuando éstos pretendan afectar sus intereses individuales y colectivos.

Así, los integrantes de estos colectivos, que tienen como signo distintivo fundamental el ocupar un espacio físico común, comienzan a reconocerse como miembros de un “pueblo indígena”. A su vez, estos grupos se vinculan con organizaciones que agrupan a otros pueblos, incluso a nivel internacional[2]. Esto permite que sus acciones tengan cada vez más impacto y acogida en la agenda política nacional e internacional.

Por lo tanto, en base al contexto descrito, cada vez resulta más complicado para los Estados y los grupos de poder existentes, desconocer las formas organizacionales, las prácticas, en suma, todos aquellos componentes que conforman el Derecho de estos colectivos humanos, o lo que ellos perciben que es su propio Derecho. Las tendencias indican que estos grupos van a ir encontrando cada vez mayores espacios donde expresar sus propias formas de ver la vida y el desarrollo. Esta tendencia es acorde con la ampliación del concepto mismo de derechos humanos, que progresivamente viene otorgando cierta subjetividad jurídica a colectivos que enfrentan condiciones de exclusión (como los homosexuales) e incluso a bienes atribuibles a la humanidad en su conjunto (como los derechos de la naturaleza).

La necesidad de ser “indígena”

Empero, existen muchos sectores de la sociedad en nuestros países andinos que aún ponen muchos reparos en reconocer a estos grupos culturalmente diferenciados, una serie de derechos especiales con base en su cualidad de ser “indígenas” o alguna otra. Uno de los pilares de dichos argumentos consiste en señalar que no es justificable crear derechos diferenciados en el marco de un ordenamiento jurídico estatal que proclama la igualdad entre los ciudadanos. Otro de los argumentos esgrimidos sostiene que el término indígena desconoce las dinámicas sociales que se presentan en la actualidad a nivel nacional y global, en las cuales la mayoría de los integrantes de estos colectivos no viven encasillados, sino que están en un estado de constante interacción y aprendizaje mutuo con personas de diversas y variopintas culturas. Así, a diferencia de cómo se suele describir a estos pueblos en las normas y la doctrina comparada (como grupos que viven en compartimentos diferenciados y relativamente aislados), la realidad muestra que la mayoría son permeables a las influencias exógenas que los transforman y redefinen constantemente.

Es innegable que la globalización y los avances en las tecnologías de las comunicaciones han contribuido decididamente en este proceso actual de progresivo interrelacionamiento entre personas de diversa extracción cultural. Así, sin considerar la situación de los denominados “grupos en aislamiento voluntario” y otros colectivos que deciden autónomamente mantenerse resguardados de influencias externas, de acuerdo a concepciones de tinte liberal, este proceso debería generar que las identidades étnicas y nacionalismos se diluyan progresivamente en una (ansiada) ciudadanía universal.

No obstante, tal como lo suscriben autores como Charles Taylor, en muchos casos este supuesto universalismo del ser humano esconde una solapada intención de mantener condiciones de dominación sobre las culturas minoritarias. Es decir, aunque esta política se propugne neutral a las diferencias, esconde una pretensión de hegemonía de la cultura occidental, que discrimina otras culturas minoritarias y/o las constriñe a ser asimiladas y homogeneizadas bajo sus parámetros de comportamiento y moralidad. En ese sentido, de acuerdo a esta perspectiva, podemos ser ciudadanos universales en tanto interioricemos y apliquemos los cánones impuestos por la cultura occidental dominante. Todas las manifestaciones culturales que difieran siempre están expuestas a cuestionamientos valorativos o éticos respecto de su legitimidad.

Así, muchos de los postulados que propugnan la igualdad entre las personas se mantienen en términos formales, retóricos, sin una verdadera intención de aplicarla en la realidad y construir, de esa manera, sociedades que fomenten el respeto y el reconocimiento a las distintas expresiones culturales entremezcladas.

Frente a estos intentos por preservar de forma solapada una histórica hegemonía cultural, se ha desarrollado toda una normatividad “indígena”, como una especie de coraza jurídica que permite blindar a estos grupos frente a las amenazas externas. Así, en términos prácticos, los “originarios” seguirán enarbolando la bandera “indígena” o étnica hasta que se alcancen condiciones más equitativas en el equilibrio de poder existente y se amplíen los niveles de ciudadanía, incluyendo a estos grupos históricamente marginados y dominados.

Libertad cultural

En el supuesto de que el proceso actual de reconocimiento de derechos y grados de autonomía a estos grupos se consolidara, y los agentes del Estado superaran todas (o parte) de sus limitaciones para reconocer y juridizar de forma plena todas estas realidades que se encuentran dentro de su marco de acción, cabría plantear una reflexión sobre si lo ideal es que se mantenga el término “indígena” u “originario” para denominar a estos grupos.

Este razonamiento toma su base, paradójicamente, de uno de los argumentos utilizados por las teorías liberales para desconocer los derechos de estos grupos, las cambiantes dinámicas sociales que se presentan en la actualidad y que determinan que los pobladores indígenas no vivan enclaustrados en sus territorios de origen, sino que se desplacen continuamente a zonas distintas y/o estén en constante interacción con personas de diferentes culturas, interiorizando los elementos de esas culturas que les son útiles o de su interés.

Así, en la actualidad es posible encontrar pobladores que se definen como “indígenas”, habitando fuera de sus territorios originarios, usando vestimentas no tradicionales, portando instrumentos o tecnologías de procedencia cultural distinta (como un celular), y aprovechando las ventajas de la economía de mercado globalizada para emerger socioeconómicamente. En esas condiciones, ¿qué significa ser indígena en la actualidad?, o, ¿bajo qué parámetros se puede definir a un indígena actualmente? Resulta difícil precisarlo, aunque sin duda el elemento territorial constituye el requisito fundamental para poder hablar de la existencia de un grupo humano de estas características.

Este contexto descrito determina lo complejo, contraproducente y hasta injusto que puede resultar definir o categorizar a una persona como “indígena” sólo por su forma de hablar, de vestir o de comer. En mi opinión, resulta injusto categorizar o definir a una persona con base en un concepto tan abstracto, poco determinable, que no se condice con las dinámicas sociales actuales y cuya construcción conceptual no ha tomado en consideración las propias aspiraciones de estas poblaciones para normarse a sí mismas. Debería ser el propio individuo quién, de forma autónoma, decida a que identidad adscribirse.

Esta es sin duda la utopía a alcanzar, pero entretanto, mientras subsistan las actuales condiciones (e intenciones) de hegemonía cultural sobre estos grupos, resulta legítimo utilizar las ventajas del ser “indígena” para reformar las estructuras de poder excluyentes e inequitativas de nuestros países andinos, permitiendo así ampliar los niveles de ciudadanía a estos grupos marginados y mejorar sus condiciones sociales y económicas. El riesgo subyacente ante este contexto es que las sociedades nacionales se polaricen entre “indígenas” y “no indígenas”, y que no se puedan alcanzar puntos de entendimiento que permitan una convivencia en común. Al final, los históricamente excluidos pueden terminar siendo tan excluyentes como aquellos contra los que luchan. Algo de este problema se ha podido avizorar en el actual proceso boliviano.

Por lo tanto, el reto consiste en avanzar hacia el siguiente paso, hacia un estadio en el que no tengamos que definirnos como “indígenas” o “no indígenas”, sino como personas que contamos con “libertad cultural”; es decir, con la autonomía para adscribirnos a cualquier identidad cultural, sin ser excluidos de la posibilidad de adoptar otras alternativas identitarias que nos pueden resultar igualmente importantes. Esa prerrogativa debe ser respetada por el Estado, pues si para una persona es importante su condición cultural, el Estado debe respetarla porque constituye parte conformante de su personalidad y su dignidad como persona.

Al final, nuestros países andinos más que un conglomerado de “indígenas” y no “indígenas es un conglomerado de pueblos, pueblos en constante cambio y transformación. Y así como unos se desarrollarán más, otros desaparecerán y/o serán absorbidos por otros colectivos humanos. Lo importante es que tales transformaciones se hagan en libertad, sin considerar a una cultura como superior a la otra, sino todas yuxtapuestas y respetándose mutuamente. No obstante, para no caer en un relativismo cultural extremo que permita todo tipo de violaciones a derechos mínimos del ser humano (como el derecho a la vida, la integridad física, la libertad) en nombre de la “pertenencia cultural”, resulta fundamental establecer principios mínimos de convivencia entre los seres humanos que se superpongan sobre todo tipo de consideración cultural.



[1] Sin embargo, resulta necesario diferenciar entre demandas propiamente localistas o regionalistas, de reivindicaciones “indígenas”. Estas últimas tienen un fundamento y un criterio de legitimidad distinto, aunque también podría considerarse legítimo que muchas localidades aprovechen las ventajas de autodefinirse como “indígenas” para obtener mayores porcentajes de las rentas locales de las cuales han sido históricamente excluidos, con el argumento de que representan propiedad del Estado o son de “interés nacional”.
[2] Como es el caso de la fundación internacional denominada Abya Yala, la cual agrupa a diversas organizaciones de pueblos indígenas de numerosos países del continente americano. A través de la organización de numerosos encuentros internacionales, foros y congresos indigenistas, el Abya Yala orienta sus objetivos a defender los derechos colectivos de los pueblos indígenas de América, perseguir el ejercicio de su autodeterminación, y revalorizar la cultura e identidades nativas. Cabe señalar que “Abya Yala” es el nombre con el que la etnia Kuna de Panamá nombró al continente americano antes del inicio del período de colonización europea.

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