La identidad cultural y lo “indígena” en el devenir de los países
andinos
¿Por qué lo
“indígena” se ha vuelto tan importante en la agenda social y política de
nuestros países andinos? ¿Es que representa una forma de vida particular o un
medio para reivindicar derechos históricamente postergados? Mirando al futuro,
de acá a 50 años, ¿será necesario seguir hablando de “indígenas”?
Tras siglos de sojuzgamiento y
represión, los pueblos indígenas se ubican en la actualidad en un contexto
jurídico y político mucho más favorable a sus intereses, sean colectivos o
individuales (como miembros de estas colectividades).
Alcanzar esos estándares más favorables
a sus intereses no ha sido nada fácil. Primordial en esa línea, ha sido el
desarrollo alcanzado por el cuerpo de normas internacionales y nacionales sobre
los derechos humanos en las últimas décadas. Esto ha ocurrido de la mano con la
propia emergencia de estas poblaciones, que paulatinamente (abrigados por ese
marco más favorable) han ido encontrando vías para reivindicar sus derechos
colectivos, o lo que ellos consideran que son sus derechos. Muchos de ellos se
han constituido en actores políticos de primer orden, como lo demuestra el curso
político y social actual en países como Bolivia y Ecuador.
El resultado alcanzado en este proceso,
es la juridización del “indígena” o del “pueblo indígena”, entendidos éstos
como sujetos de derechos de características y fundamento distinto de aquellos derechos
que tienen los “no indígenas”. Es decir, en la actualidad, existen un conjunto
de derechos especiales que se sustentan en la condición de ser “pueblo
indígena” o “indígena”. Resulta claro que los derechos del “indígena” se dotan
de contenido en un determinado grupo social, el “pueblo indígena, por lo que no
tienen existencia por separado.
La fundamentación para otorgar esa
cualidad jurídica diferenciada es ciertamente compleja, aunque se suele
entender como una reparación histórica de los Estados respecto a estos
colectivos y un medio para reducir sus condiciones de desventaja o exclusión
respecto de otros sectores de la sociedad nacional. Es decir, son
principalmente los Estados, creadores del Derecho por antonomasia, los que han
definido las formas en que sus pueblos y minorías étnicas pueden ejercer sus
derechos, negándoles al mismo tiempo, la facultad de crear y aplicar sus
propios órdenes legales de forma autónoma.
Lo
“indígena” como instrumento político
Sin embargo, esta situación se está
modificando de alguna manera en los últimos tiempos. La pérdida de hegemonía
del Estado central en muchos aspectos de la vida económica y social ocurre de
forma paralela (y también es consecuencia de lo primero) con la emergencia de
los localismos y regionalismos, que progresivamente adquieren mayor presencia y
poder político en sus zonas de influencia. En consecuencia, considerando el
excesivo centralismo del poder que caracterizó la historia de nuestros países
andinos (incluso desde el período colonial), cada vez resulta más necesario que
las leyes y disposiciones estatales tomen en cuenta las opiniones e intereses
de las poblaciones que, sin distinción de su origen histórico y
particularidades culturales, desarrollan su existencia en espacios distantes de
los centros de poder tradicionales.
La cuestión es que paulatinamente muchas
de esas reivindicaciones locales y regionales vienen adquiriendo una
connotación étnica, que difieren de las demandas de connotaciones clasistas que
se enarbolaban en el pasado (al menos en lo que respecta a la bandera de lucha,
pues muchos de los contenidos de lo demandado presentan grandes similitudes).
Muchas de estas reclamaciones actuales se vienen expresando a través de una
demanda “indígena” o “étnica”, provenientes de un “pueblo indígena”. Esto no
tendría mayor sustento si no existiera el respaldo de un marco jurídico
nacional e internacional que les reconoce cierta subjetividad jurídica a estos
grupos humanos y a sus integrantes.
Por lo tanto, actualmente para estos
colectivos resulta mucho más beneficioso demandar un derecho como “pueblo
indígena”, que como una simple comunidad o localidad. Esto conlleva que muchos
grupos humanos que comparten ciertas características objetivas en común (un
mismo territorio, una misma lengua, unas mismas prácticas culturales) y/o que
albergan un sentimiento latente de autoidentificación, comiencen a
“reinventarse” como “pueblos”, como “pueblos indígenas” en suma, considerando
de esa manera que van a generar un equilibrio más balanceado de poder frente al
Estado y el capital privado cuando éstos pretendan afectar sus intereses
individuales y colectivos.
Así, los integrantes de estos colectivos,
que tienen como signo distintivo fundamental el ocupar un espacio físico común,
comienzan a reconocerse como miembros de un “pueblo indígena”. A su vez, estos
grupos se vinculan con organizaciones que agrupan a otros pueblos, incluso a
nivel internacional[2].
Esto permite que sus acciones tengan cada vez más impacto y acogida en la
agenda política nacional e internacional.
Por lo tanto, en base al contexto
descrito, cada vez resulta más complicado para los Estados y los grupos de
poder existentes, desconocer las formas organizacionales, las prácticas, en
suma, todos aquellos componentes que conforman el Derecho de estos colectivos
humanos, o lo que ellos perciben que es su propio Derecho. Las tendencias
indican que estos grupos van a ir encontrando cada vez mayores espacios donde
expresar sus propias formas de ver la vida y el desarrollo. Esta tendencia es
acorde con la ampliación del concepto mismo de derechos humanos, que
progresivamente viene otorgando cierta subjetividad jurídica a colectivos que
enfrentan condiciones de exclusión (como los homosexuales) e incluso a bienes atribuibles
a la humanidad en su conjunto (como los derechos de la naturaleza).
La
necesidad de ser “indígena”
Empero, existen muchos sectores de la
sociedad en nuestros países andinos que aún ponen muchos reparos en reconocer a
estos grupos culturalmente diferenciados, una serie de derechos especiales con
base en su cualidad de ser “indígenas” o alguna otra. Uno de los pilares de
dichos argumentos consiste en señalar que no es justificable crear derechos
diferenciados en el marco de un ordenamiento jurídico estatal que proclama la
igualdad entre los ciudadanos. Otro de los argumentos esgrimidos sostiene que
el término indígena desconoce las dinámicas sociales que se presentan en la
actualidad a nivel nacional y global, en las cuales la mayoría de los
integrantes de estos colectivos no viven encasillados, sino que están en un
estado de constante interacción y aprendizaje mutuo con personas de diversas y
variopintas culturas. Así, a diferencia de cómo se suele describir a estos
pueblos en las normas y la doctrina comparada (como grupos que viven en
compartimentos diferenciados y relativamente aislados), la realidad muestra que
la mayoría son permeables a las influencias exógenas que los transforman y
redefinen constantemente.
Es innegable que la globalización y los
avances en las tecnologías de las comunicaciones han contribuido decididamente
en este proceso actual de progresivo interrelacionamiento entre personas de
diversa extracción cultural. Así, sin considerar la situación de los denominados
“grupos en aislamiento voluntario” y otros colectivos que deciden autónomamente
mantenerse resguardados de influencias externas, de acuerdo a concepciones de
tinte liberal, este proceso debería generar que las identidades étnicas y
nacionalismos se diluyan progresivamente en una (ansiada) ciudadanía universal.
No obstante, tal como lo suscriben
autores como Charles Taylor, en muchos casos este supuesto universalismo del
ser humano esconde una solapada intención de mantener condiciones de dominación
sobre las culturas minoritarias. Es decir, aunque esta política se propugne
neutral a las diferencias, esconde una pretensión de hegemonía de la cultura
occidental, que discrimina otras culturas minoritarias y/o las constriñe a ser
asimiladas y homogeneizadas bajo sus parámetros de comportamiento y moralidad.
En ese sentido, de acuerdo a esta perspectiva, podemos ser ciudadanos
universales en tanto interioricemos y apliquemos los cánones impuestos por la
cultura occidental dominante. Todas las manifestaciones culturales que difieran
siempre están expuestas a cuestionamientos valorativos o éticos respecto de su
legitimidad.
Así, muchos de los postulados que
propugnan la igualdad entre las personas se mantienen en términos formales,
retóricos, sin una verdadera intención de aplicarla en la realidad y construir,
de esa manera, sociedades que fomenten el respeto y el reconocimiento a las
distintas expresiones culturales entremezcladas.
Frente a estos intentos por preservar de
forma solapada una histórica hegemonía cultural, se ha desarrollado toda una
normatividad “indígena”, como una especie de coraza jurídica que permite
blindar a estos grupos frente a las amenazas externas. Así, en términos
prácticos, los “originarios” seguirán enarbolando la bandera “indígena” o
étnica hasta que se alcancen condiciones más equitativas en el equilibrio de
poder existente y se amplíen los niveles de ciudadanía, incluyendo a estos
grupos históricamente marginados y dominados.
Libertad
cultural
En el supuesto de que el proceso actual
de reconocimiento de derechos y grados de autonomía a estos grupos se
consolidara, y los agentes del Estado superaran todas (o parte) de sus
limitaciones para reconocer y juridizar de forma plena todas estas realidades
que se encuentran dentro de su marco de acción, cabría plantear una reflexión
sobre si lo ideal es que se mantenga el término “indígena” u “originario” para
denominar a estos grupos.
Este razonamiento toma su base,
paradójicamente, de uno de los argumentos utilizados por las teorías liberales
para desconocer los derechos de estos grupos, las cambiantes dinámicas sociales
que se presentan en la actualidad y que determinan que los pobladores indígenas
no vivan enclaustrados en sus territorios de origen, sino que se desplacen
continuamente a zonas distintas y/o estén en constante interacción con personas
de diferentes culturas, interiorizando los elementos de esas culturas que les
son útiles o de su interés.
Así, en la actualidad es posible
encontrar pobladores que se definen como “indígenas”, habitando fuera de sus
territorios originarios, usando vestimentas no tradicionales, portando
instrumentos o tecnologías de procedencia cultural distinta (como un celular),
y aprovechando las ventajas de la economía de mercado globalizada para emerger
socioeconómicamente. En esas condiciones, ¿qué significa ser indígena en la
actualidad?, o, ¿bajo qué parámetros se puede definir a un indígena
actualmente? Resulta difícil precisarlo, aunque sin duda el elemento
territorial constituye el requisito fundamental para poder hablar de la existencia
de un grupo humano de estas características.
Este contexto descrito determina lo
complejo, contraproducente y hasta injusto que puede resultar definir o
categorizar a una persona como “indígena” sólo por su forma de hablar, de
vestir o de comer. En mi opinión, resulta injusto categorizar o definir a una
persona con base en un concepto tan abstracto, poco determinable, que no se
condice con las dinámicas sociales actuales y cuya construcción conceptual no
ha tomado en consideración las propias aspiraciones de estas poblaciones para
normarse a sí mismas. Debería ser el propio individuo quién, de forma autónoma,
decida a que identidad adscribirse.
Esta es sin duda la utopía a alcanzar,
pero entretanto, mientras subsistan las actuales condiciones (e intenciones) de
hegemonía cultural sobre estos grupos, resulta legítimo utilizar las ventajas
del ser “indígena” para reformar las estructuras de poder excluyentes e
inequitativas de nuestros países andinos, permitiendo así ampliar los niveles
de ciudadanía a estos grupos marginados y mejorar sus condiciones sociales y
económicas. El riesgo subyacente ante este contexto es que las sociedades
nacionales se polaricen entre “indígenas” y “no indígenas”, y que no se puedan
alcanzar puntos de entendimiento que permitan una convivencia en común. Al
final, los históricamente excluidos pueden terminar siendo tan excluyentes como
aquellos contra los que luchan. Algo de este problema se ha podido avizorar en
el actual proceso boliviano.
Por lo tanto, el reto consiste en
avanzar hacia el siguiente paso, hacia un estadio en el que no tengamos que
definirnos como “indígenas” o “no indígenas”, sino como personas que contamos
con “libertad cultural”; es decir, con la autonomía para adscribirnos a
cualquier identidad cultural, sin ser excluidos de la posibilidad de adoptar
otras alternativas identitarias que nos pueden resultar igualmente importantes.
Esa prerrogativa debe ser respetada por el Estado, pues si para una persona es
importante su condición cultural, el Estado debe respetarla porque constituye
parte conformante de su personalidad y su dignidad como persona.
Al final, nuestros países andinos más
que un conglomerado de “indígenas” y no “indígenas es un conglomerado de
pueblos, pueblos en constante cambio y transformación. Y así como unos se
desarrollarán más, otros desaparecerán y/o serán absorbidos por otros
colectivos humanos. Lo importante es que tales transformaciones se hagan en
libertad, sin considerar a una cultura como superior a la otra, sino todas
yuxtapuestas y respetándose mutuamente. No obstante, para no caer en un
relativismo cultural extremo que permita todo tipo de violaciones a derechos
mínimos del ser humano (como el derecho a la vida, la integridad física, la
libertad) en nombre de la “pertenencia cultural”, resulta fundamental
establecer principios mínimos de convivencia entre los seres humanos que se
superpongan sobre todo tipo de consideración cultural.
[1] Sin embargo,
resulta necesario diferenciar entre demandas propiamente localistas o
regionalistas, de reivindicaciones “indígenas”. Estas últimas tienen un
fundamento y un criterio de legitimidad distinto, aunque también podría
considerarse legítimo que muchas localidades aprovechen las ventajas de
autodefinirse como “indígenas” para obtener mayores porcentajes de las rentas
locales de las cuales han sido históricamente excluidos, con el argumento de
que representan propiedad del Estado o son de “interés nacional”.
[2] Como es el caso
de la fundación internacional denominada Abya Yala, la cual agrupa a diversas
organizaciones de pueblos indígenas de numerosos países del continente
americano. A través de la organización de numerosos encuentros internacionales,
foros y congresos indigenistas, el Abya Yala orienta sus objetivos a defender
los derechos colectivos de los pueblos indígenas de América, perseguir el
ejercicio de su autodeterminación, y revalorizar la cultura e identidades
nativas. Cabe señalar que “Abya Yala” es el nombre con el que la etnia Kuna de
Panamá nombró al continente americano antes del inicio del período de
colonización europea.
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