El gatito atigrado
- No podemos tener uno acá -dijo Sandro en tono terminante.
-
Pero no tiene que ser un perro grande, replicó Gabriela. -Yo me encargaría de
alimentarlo y podemos turnarnos sus salidas.
-
La casa siempre está sola. A tener un
perro que esté solo y sufra, prefiero no tener nada.
Gabriela
no insistió. Lo cierto es que tampoco estaba muy segura de querer tener un
perro en el pequeño departamento que habitaban. Ella salía a trabajar muy temprano
y llegaba tarde a casa, después de la maestría. Eso le dejaba solo los fines de
semana y unos pocos momentos libres para pasar tiempo con un perro. Sentía de
todas formas una carencia indescifrable que la perturbaba cada vez más en la vida
que llevaba con Sandro. Desde que llegó de Piura hace cuatro años, Gabriela había
trabajado ininterrumpidamente en una agencia de seguros, llegando a
posicionarse y con una promesa de ascenso al culminar su maestría. A sus 31
años, sentía que sus metas profesionales se estaban realizando, aunque extrañaba
a su familia y amigos de su infancia, a quienes solo veía dos o tres veces al
año. En un inicio consideró que la lejanía de sus seres queridos podía ser la
que generaba esa sensación de vacío en su ser, que por momentos le oprimía el
pecho y que poco a poco se iba apoderando de su cotidianeidad. La presencia de
Sandro le permitía distraerse un poco, olvidar momentáneamente esa impresión de
que algo faltaba completar en su
vida, mezcla de inquietud y pesadumbre que trataba de no manifestar a su novio.
Cuando Sandro sentía que algo no andaba bien con su chica, no tenía otra
respuesta que regalarle mimos y caricias y preguntarle tímidamente si tenía
algún problema o si podía ayudarle con algo, sin mayor convicción de querer
afrontar y resolver la causa de sus perturbaciones. Gabriela tenía muy pocos amigos
en Lima, lo que la llevaba a depender de Sandro para tener algún tipo de vida
social. Igual, no le gustaba mucho la vida nocturna. Prefería ver películas en
la comodidad de su cama antes que pulsear la noche. Todo lo contrario de
Sandro, un bohemio irreprimible, una mala hierba (que nunca muere), un fénix de
la noche, que en cada juerga arde en llamas para resurgir de sus cenizas en la siguiente
noche y volver a arder. Ellos llevaban dos años saliendo, se podría decir como
enamorados, aunque nunca tuvieron la iniciativa de “formalizar” su relación.
Por eso no tenían fecha de aniversario, y lo cierto es que esas cuestiones
tampoco les importaban mucho. Lo único que Gabriela le había exigido a Sandro
era colocar en su perfil de facebook
que ellos “tenían una relación”. Era su manera de dejar sentado que él le
pertenecía, así como los perros que orinan en el árbol que consideran suyo. A
Sandro le pareció la idea más estúpida del mundo, y resistió firmemente, pero como
en muchos otros aspectos de las relaciones de pareja que los hombres consideran
banales y las mujeres sobrestiman, finalmente tuvo que ceder.
Gabriela
vivía en un pequeño departamento en San Borja desde que llegó del norte. Mientras
avanzaba su relación con Sandro, él se quedaba cada vez más días de la semana a
dormir. En determinado momento, casi sin darse cuenta, más de la mitad de la ropa
de Sandro estaba en el departamento y él aportaba para el alquiler y los gastos
semanales. Pasado un año, ellos ya convivían permanentemente. La experiencia
inicial de una vida en común fue un tanto difícil para los dos, pero
especialmente para Sandro, que nunca había tenido una relación tan “seria” con
alguien, ni hablar de convivido. Y es que él siempre lo había querido así. Antes
de conocer a Gabriela, Sandro solía salir con chicas algo superficiales o que
no pudiera tomarlas muy en serio. Así evitaba involucrarse afectivamente con
alguien, aunque lo hiciera inconscientemente. Sandro no imaginaba dejar de
jaranearse rico por culpa de una chica. Tenía aversión a la frase sentar cabeza. De alguna manera, él auto-saboteó
relaciones pasadas por seguir manteniendo costumbres de su vida disoluta, como reunirse
casi todos los viernes con sus amigos de su antiguo barrio de Magdalena para
tomar ron en “la esquina del movimiento”, como solían llamar a ese punto donde
el Serenazgo Municipal todavía no se atrevía a aplicar la norma que prohíbe
beber licor en la vía pública. Hay prácticas que en determinados barrios son
muy difíciles de cambiar. Muchos de sus amigos ya tenían trabajo estable y en
algunos casos bien remunerados, lo cual les permitía olvidarse de las chanchas para
comprar un Cartavio Black con
gaseosa, compañero de mil batallas. La consigna “Dios proveerá” ya había
perdido vigencia con el paso a la adultez, por lo menos para muchos de ellos. Ahora
ya no era raro que dos o más trajeran un ron Santa Teresa, algunas veces un
Barceló. Mientras más dinero tiene uno, más gasta, y es cierto también que licores
de 10 o 15 soles ya no se diluyen tan bien en el organismo cuando uno se acerca
a la base tres. A Sandro, con 29 años a cuestas, poco le preocupaba el cambio
de década. Ver a muchos de sus amigos con pareja estable o habiendo formado una
familia (debido en muchos casos a embarazos imprevistos), solo le generaba
mayor rechazo al compromiso. Le encantaba burlarse de ellos cuando, como el
mismo decía, sus señoras los sometían. Eso le permitía reforzar su convicción de
independencia eterna. Gabriela era la única chica con la que se había conectado
realmente. A diferencia de sus relaciones anteriores, si se les podía llamar
así, a Gabriela la conocían la mayoría de sus amigos. Ella había comenzado a
ocupar muchos espacios en su vida, y así fue porque él lo había querido y
permitido. De todas formas, Sandro siempre procuró mantener márgenes de
independencia. Si él quería salir solo con sus amigos, Gabriela casi siempre tenía
que tolerarlo. A diferencia de él, la mayoría de sus amigos solo salían sin sus
novias previo permiso obtenido, o simplemente se escapaban. Un amigo de él, el
chato Enrique, le decía a su enamorada todos los sábados en la tarde que se iba
al estadio a ver jugar al equipo de sus amores, Universitario de Deportes. En
realidad, el chato Enrique acudía a una discoteca que abría en la tarde, ese
tipo de locales donde la promesa de sexo genera una competencia dura, salvaje.
Mientras el chato ofrecía whisky a
una incauta, le enviaba mensajes de texto a su novia desde su blackberry si se enteraba de algún gol
de su equipo.
Sandro
sentía que si su relación con Gabriela había crecido hasta llegar al nivel de
convivir, si él estaba enamorado (cómo realmente lo sentía), era porque ella
siempre respetó los límites que él estableció. Sandro era feliz con Gabriela, como
nunca lo había sido antes. No obstante, para él era sumamente difícil proyectar
una vida en común con ella a mediano o largo plazo. Su mente estaba en el día a
día, como casi siempre había estado en todas las dimensiones de su vida. Y en
su vida actual disfrutaba verla a ella todos los días, dormir a su lado, ver
primero su cara al levantarse, que ella le traiga algún sanguche de vez en
cuando después de la maestría, y que juegue play station con él. Así pasaban
los días, y después de un año de convivencia, la relación había entrado en el peligroso
terreno del hábito. Ya no salían mucho juntos y Sandro aprovechaba cada vez que
tenía la ocasión para salir solo. Se había llegado a un punto en el cual no era
claro hacia donde podían seguir creciendo como pareja. Como dicen que toda
crisis es una oportunidad, se sentía la necesidad de algo, un suceso que moviera los cimientos sobre los que su amor
estaba asentado, y que pudiera reflejar en su real dimensión las intenciones de
uno con el otro. El perro pudo haber sido una solución a esa situación latente.
Los deseos de Sandro por reducir el nivel de compromiso al mínimo posible,
prevalecieron una vez más.
Tras
el episodio del perro, Gabriela tenía drásticos cambios de ánimo cada vez más
frecuentes. Pasaba de la irritación al abatimiento sin razón aparente. Cuando
Sandro preguntaba tímidamente sobre su estado, ella desviaba el tema de
conversación o simplemente no decía nada. Ya no tenían sexo tan seguido como
antes y se había vuelto un tanto monótono. Sandro trataba de estar más atento
con ella, aunque siempre evitando (inconscientemente) sondear las tribulaciones
de su enamorada. Se sentía desconcertado e impotente frente a la situación, que
cada día se le hacía más inmanejable. Desconocía si su congoja se debía a él,
pues nunca había pasado por una situación similar. Si Gabriela hubiera manifestado
ese comportamiento cuando recién salían, él hubiera pensado “que loca esta
flaca”, y su reacción inicial hubiera sido otorgar su hombro, más por una cuestión
moral que de sentimiento. Pero igualmente, más temprano que tarde, hubiera
preferido salvaguardar su salud mental antes que involucrarse en algo tan complicado
para él. Ahora la situación era distinta. Él vivía con ella y sentía que
realmente formaba parte de su vida, aunque sin poder definir cómo. De alguna
manera, él sentía que el bienestar de Gabriela era su responsabilidad. No era pues
nada fácil desembarazarse de esa situación, que hubiera sido lo ideal dentro de
su practicidad y aversión al compromiso. Tampoco quería hacerlo. Le frustraba
no poder entender lo que le pasaba a Gabriela, cómo poder mejorar su estado de
ánimo. Comenzó a pensar que, tal vez, ella ya no estaba enamorada de él y que le
daba pena decírselo.
El
padre de Gabriela era un hombre mayor que guardaba estrechos vínculos con su
hija a pesar de la distancia entre ellos. Ambos se adoraban, como solamente lo
pueden hacer un padre y una hija. La migración de Gabriela le había afectado
principalmente a él, que veía como su hija mayor, su princesa, disolvía el
círculo de seguridad que había construido en torno a ella para entrar en las
fauces de Lima, el monstruo de mil cabezas. Por eso siempre procuraba estar
pendiente de su situación, llamándola por teléfono o hablando por Skype 4 o 5
veces por semana. Una noche, Gabriela cenaba en la cama con Sandro, viendo Los
Simpsons en la tele. El celular de ella sonó y Sandro pudo percatarse de que
comenzó a hablar con su padre, dejando inmediatamente de prestar atención a la
conversación. Había fumado un poco de marihuana hacía una hora, un par de
buenas pitadas antes de que la cena esté lista para poder abrir el apetito. Pasó
no sabe cuanto tiempo mientras reía desaforado, cuando en un momento volteó a
mirar a Gabriela y notó que ya había dejado de hablar por teléfono. La vio como
paralizada, ensimismada en sus pensamientos, miraba al vacío y parecía como si en
cualquier momento fuera a romper en llanto.
-
¿Qué pasa bebé? –preguntó Sandro.
Después
de unos instantes en que Gabriela pareció reaccionar y darse cuenta de su entorno,
como si estallara la burbuja que la suspendía, respondió sin mirar a Sandro:
-
Mi papá tiene cáncer al colon. Lo van a operar no sabe cuando, y probablemente
tengan que hacerle quimioterapia.
Dicho
esto, volvió a sus pensamientos, regresó al vacío en el que flotaba hasta hacía
unos instantes. No quería decir nada más. La primera reacción de Sandro fue
abrazarla, también sin decir nada. Conocía al padre de un viaje que tuvo con
Gabriela a Piura, el último año nuevo. Era consciente de que no tenía la
simpatía del viejo, quien no lo veía como un buen prospecto para su hija. Pero
en tanto a ella le afectaba la situación de su papá, a él le preocupaba, o por
lo menos sentía que debía preocuparle. Sandro comenzó a hablar acerca de los
avances de la ciencia médica, cómo enfermedades que antes parecían incurables
como el cáncer, ahora podían ser tratadas y controladas. Repentinamente, Gabriela
volteó, miró a Sandro fijamente, y le dijo en un tono de voz que él nunca le había
escuchado antes, “quiero tener un hijo”.
-
¿Quieres tener un hijo? –fue la inmediata, incrédula y lacónica réplica de
Sandro. Solo atinó a esa reacción casi automática, sin asimilar la verdadera
dimensión de la propuesta. Ese tipo de reacciones que muchos hombres tienen
cuando se ven en aprietos con sus esposas o novias y recurren a repreguntas o artilugios
verbales que suplen la falta de argumentos. La idea es decir sí y no al mismo
tiempo, no verse comprometido en nada, diplomacia pura. La respuesta más
acertada es la que permite voltear la situación a favor de uno.
-
Quiero que mi papá juegue con su nieto. Yo quiero jugar con mi papá y su nieto.
-El tono de voz de Gabriela era el mismo que Sandro había usado antes para
oponerse a adoptar un perro.
-
Pero cómo me puedes proponer una cosa así de esa manera. Estás preocupada por
tu viejo, él va a estar bien. Si le han dicho que le van a hacer quimioterapia
es porque es tratable…, -respondió Sandro, cómo si fuera un futbolista reclamándole
a un árbitro que acaba de expulsarlo del partido.
-
Lo de mi papá solo me ha abierto los ojos y darme cuenta de que ahora es el
momento. Tengo 31 y ya casi termino la maestría. Lo he sentido todo este tiempo…
Sandro
se quedó callado. Gabriela lo comenzó a mirar fijamente, buscando una respuesta
que no sea solo una repregunta. Sandro observaba la pared, sin un punto
específico de referencia. Sentía que ella lo miraba fijamente, pero no se
atrevía a voltear y mirarla. No sabía cómo reaccionar. En esos instantes solo
pensaba, llegando a vislumbrar que el perro que nunca fue, solo había sido un
mensajero; como aquellos ángeles que visitan a María antes de la llegada del
espíritu santo. La situación del padre solo había catalizado la bomba de tiempo
que se gestaba en torno a él. No atinaba a responder nada.
-
Se que ésta no es la mejor manera de proponerlo -dijo Gabriela en un tono
cálido y conciliador, reduciendo la dureza gestual previa- Hace semanas, un mes
tal vez, que lo siento. No trataba de penetrar mucho en ello, porque intuía de
qué se trataba. Sabía que no ibas a aceptarlo de ninguna manera. Pero esto se
trata de mí, es más allá de nosotros. Yo quiero
tener un hijo. Quiero que mis hijos crezcan y estar joven para ellos.
-
Es decir que puedes tenerlo conmigo o con quien sea, dijo Sandro, sintiendo vagamente
cómo en ese preciso instante un ligero peso salía de sus espaldas.
-
Yo quiero tenerlo contigo…, yo te quiero no sabes cuánto. Pero sé que tampoco
puedo obligarte, así como tampoco puedes obligarme a cambiar mi decisión.
Sandro
comenzó a sentir cierto alivio; las cosas se le estaban facilitando.
-
No puedes pedirme que te dé una respuesta ahora.
-
Quiero que me digas lo que sientes… por lo menos, que te parece la idea.
¿Qué
pienso?, pienso que eres una loca por proponerme algo así de esa manera, pensó
inmediatamente Sandro. ¿Si quiero tener un hijo? ¿Cómo voy a tener un hijo
ahora? ¿Es que realmente me está diciendo todas estas cosas? ¿Acaso me quiere
ahuyentar? La incredulidad inicial de Sandro comenzó a transformarse en
fastidio. A diferencia de otras crisis de pareja que había tenido antes, sea
con Gabriela o con anteriores novias, ahora sentía realmente que debía y podía confrontar
la situación. Sentía firmemente que él no tenía culpa de nada, si es que se
podrían atribuir culpas en este asunto. En todo caso, la falta era de ella, que
le proponía una locura, algo inconcebible para él. En esta oportunidad no tenía
que excusar alguna falta suya, no tenía por qué bajar la guardia y ceder. Ahora
era él, de alguna manera, la víctima de la situación.
-
No estoy listo…, yo te amo, pero no es lo correcto, no estamos listos…, no
tengo chamba fija ahora, me cagaría con los gastos del bebé.
-
Con lo que yo voy a ganar podría mantenerlo, dijo ella en un tono tajante y
frío, transformando la ternura expresada hasta hace unos instantes.
-
Y entonces para que me pides que sea el padre si ni siquiera cuentas conmigo
para los gastos -respondió Sandro un poco más ofuscado.
-
Ya te dije ya…, no hay nada que me limite a tener un bebé ahora. Es más, ahora
es el mejor momento.
Sandro
no quiso discutir más. Se quedó callado. Los dos quedaron mudos. Solo el sonido
de la televisión diluía de alguna manera la sorda tensión que se percibía en el
ambiente. No se volvieron a decir nada en toda la noche, y a la mañana siguiente
ella salió temprano al trabajo mientras él dormía. Cuando Sandro despertó, recién
pudo respirar con tranquilidad y meditar fríamente los sucesos. ¿Qué hacer?
Quería mucho a su chica, pero no le entraba en la cabeza tener un hijo. No, no
había forma. ¿Tal vez esta era la oportunidad para desligarse? A veces se
reciben mensajes insospechados que se deben saber interpretar. Como dijimos,
Sandro nunca había sido un confeso de las relaciones convencionales. Cuando
veía que la situación comenzaba a subir de nivel, hacia instancias que escapaban
de su control, prefería, como se dice, zafar cuerpo. Dados los últimos
acontecimientos, ¿sería éste el momento para hacerlo? ¿Hasta dónde era capaz de
ceder por ella? Podía consentir mucho, podía llegar a ser considerado un pisado
tal vez, pero un hijo era demasiado. Es otra persona, es una responsabilidad
muy grande. En el fondo, Sandro no rechazaba la idea de tener un hijo algún
día. Pero no, ahora no era el momento. No había forma…
Sandro
no quiso regresar esa noche al departamento. Durmió en la casa de sus padres,
en un colchón que le tiraron al piso en lo que alguna vez fue su cuarto y ahora
ocupaba su primo. Despertó al día siguiente y se levantó del colchón solo cuando
el almuerzo estuvo listo. Durante la mañana pensó y meditó sin un orden
coherente. Ideas dispersas se entrelazaban, llegando a comprender más
claramente aspectos del comportamiento reciente de Gabriela a los que no había
prestado atención y que ahora cobraban real significado. Sandro cavilaba, ¿Y si
Gabriela hubiera quedado embarazada en algún momento? Ahora, creía que ella lo hubiera
tenido de todas maneras. Ella tomaba pastillas, y él procuraba no terminar dentro
de ella casi siempre. Cuando en escasos momentos de su relación con Gabriela se
le pasó fugazmente por la cabeza la posibilidad de “dejarla en boliche”, cómo
él mismo se refería al tema, siempre imaginó que ella no tendría mayor inconveniente
en abortarlo. Él, obviamente, tendría toda la convicción de apoyar y fortalecer
su decisión. ¿En qué me basé para pensar eso?, reflexionaba en forma
autocrítica. Nunca antes habían hablado de la posibilidad de formar una
familia. Las opiniones que ella alguna vez tuvo sobre el tema nunca le dieron
la sensación de entrar en terreno peligroso. Ahora pensaba, ¿ella se guardó ese
tema todo este tiempo porque pensó que lo iba a ahuyentar? Conociéndolo como lo
conocía, era probable que sí.
Durante
la tarde llegó su amigo Raúl a invitarle unos tronchos que recién había
comprado. Raúl era su amigo de la academia de publicidad y lo conocía desde
hace casi 10 años. Jugaban fútbol en grass sintético casi todas las semanas,
con un grupo de amigos de la academia y otros invitados que tenían que llamar,
porque siempre cancelaban 2 o 3 a última hora. Tras cada partido, llegaba el fullvaso de rigor. Raúl había tenido una
relación de casi 8 años con su novia de la academia. Terminó su relación repentinamente
porque conoció otra chica de la cual se enamoró locamente, y que era todo lo
contrario a su antigua novia. Para su desgracia, esta chica tenía distintos
intereses a la monogamia, una vida licenciosa que no concordaba con el
prospecto de pareja que Raúl buscaba. La cosa no funcionó, y cuando en algún
momento él quiso reanudar su relación anterior, su enamorada de casi toda una
vida ya salía con otra persona. Se había quedado sin soga y sin cabra. Esos
sucesos generaron en Raúl un rechazo al compromiso de pareja, por razones y
orígenes totalmente distintos a los de Sandro, como se puede apreciar. Lo menos
que quería hacer Raúl era tener enamorada en esos momentos, o una relación como
la que había tenido durante los últimos años. Sentía en el fondo, que pudo
haber hecho muchas más cosas en su vida en todo el tiempo que duró su relación.
Su principal vía de desfogue, si se le puede decir de esa manera, era el Hostel
de su mejor amigo, que le permitía conocer gringas y europeas transitorias.
Mientras
jugaban Winning Eleven en el play
station, Sandro le contaba a Raúl lo que había pasado con Gabriela. Raúl hacía sorna
del estado de su compañero, como era habitual entre su grupo de amigos cuando
uno contaba sus penas amorosas a los demás. De haber estado con más gente en
ese momento, las burlas solamente se habrían agudizado. Sandro también reía por
momentos. A pesar de que la cabeza le daba vueltas y ya no tenía nada claro en
su vida, no le podían dejar de parecer algo risibles sus actuales avatares,
especialmente habiendo fumado y con su amigo cantándole burlonamente el
estribillo I hate to say I told you so
del grupo The Hives.
-
¿Pero tú quieres seguir con esa flaca? -preguntó Raúl.
-
Sí, de todas maneras. Pero, puta madre… ¿Qué hago?
-
¿Pero no te imaginas tener un hijo con ella en algún momento?
-
O sea… sí, de hecho. Si tengo uno, quisiera que fuera de ella.
-
Humm… pero, ¿entonces por qué no ahora? Igual ya casi tienes 30. ¿A qué edad
quieres tener uno?
-
No sé, fácil llegando a los 40. Supongo que a esa edad ya tendré flojera para
salir y solo querré honguear en mi casa. Es una buena edad para tener un hijo.
- decía Sandro mientras sonreía irónicamente.
-
Esa huevona nicagando te va a esperar hasta los 40. Estás locazo tío.
-
Jaja, ¿si pues no? Es verdad. Puta, causa. Estoy cagado.
-
Pero mira brother, además, ¿tú crees que puedes darte el lujo de financiar un hijo
en estos momentos? Ni siquiera tienes chamba fija. Mira huevón, si se tratara
de casarse o algo por el estilo, te diría que ya pues, puedes hacer el
sacrificio. Es tu roche, ¿entiendes? Pero en este caso se trata de una tercera
persona. No es justo que traigas alguien al mundo si no vas a estar seguro, si no
puedes asegurarle nada.
-
¿Verdad, no?
Las
cosas se aclaraban cada vez más para Sandro. Él nunca pudo terminar la carrera
de publicidad, a diferencia de su amigo. Problemas económicos se habían
mezclado con su dejadez y vida exagerada, y ahora obtenía ingresos gracias a
los esporádicos eventos en los que él se desempeñaba como asistente de
producción. Quería encontrar un trabajo que le diera mayores ingresos económicos,
pero tampoco movía un dedo para hacerlo. En realidad, lo que le pagaban en las
producciones le alcanzaba para pagar sus gastos de convivencia, salir a tomar
una o dos veces por semana y otros gastos eventuales, como ir a un cine o una
cena de vez en cuando. Por eso se había dejado estar, y no se había planteado seriamente obtener un trabajo mejor remunerado.
Por ciertos momentos, le frustraba un poco que Gabriela estuviera mucho mejor
posicionada que él en lo profesional y económico. Pero si esta sensación nunca
fue determinante a lo largo de su relación, era precisamente porque él nunca
interiorizó la posibilidad cierta de formar una familia con ella, sentar cabeza
permanentemente. Ahora podía darse cuenta con mayor precisión de que en su
situación actual no podría mantener un bebé. Significaría sacrificar demasiadas
cosas, todo su estilo de vida en aras del bienestar de su hijo. Y ni hablar de
dejar que Gabriela sola lo mantenga. Su orgullo de varón lo obligaba a, por lo
menos, dividir con ella en partes iguales los gastos del bebé. ¿Entonces? No
había forma…
Esa
noche Sandro no regresó al departamento que compartía con Gabriela. Al día
siguiente ella lo llamó. Quería verlo, lo extrañaba le dijo. Sandro se moría
por verla y abrazarla. Quedaron en verse y conversar esa tarde, sin ningún
compromiso previo. Sandro ansiaba regresar con ella y hacer como si nada
hubiera pasado, como si nunca hubieran tenido esa conversación del otro día. Le
pasó por la cabeza que si ella lo había llamado y le había hablado tan
dulcemente a pesar del impasse al que se enfrentaban, tal vez había pensado
mejor las cosas, se había dado cuenta de que no era la forma ni el momento. Sea
lo que fuere, él sentía una gran necesidad de ver a su chica. Pero entonces, ¿si
ella insistía en el tema del hijo? No quería pensar cómo iba a reaccionar en
ese supuesto, qué iría a responder… aunque en el fondo ya sabía la respuesta.
Sandro
fue al departamento en la tarde. Gabriela había pedido permiso en el trabajo
para salir temprano porque tenía cólico. Apenas se vieron, se abrazaron muy
cariñosamente. Un observador externo nunca hubiera podido imaginar todo lo que
pasaba entre ellos. Se echaron en la cama de lado, mirándose uno al otro,
acariciándose las mejillas y manos mientras contaban con mucha naturalidad lo
que habían hecho en los últimos dos días que dejaron de verse. Sandro se sentía
muy aliviado en ese momento. Pensó que probablemente ella ya había cambiado de
parecer. Envalentonado por la sensación de sosiego que, tras la tormenta estaba
alcanzando, quiso, como extraña vez lo hacía, tomar el toro por las astas.
-
¿Qué has estado pensando de todo esto? ¿Qué sientes ahora? – le preguntó muy tiernamente.
-
Creo que eres tú quién debería responder ese tema -respondió Gabriela con la
misma calidez, pero exhibiendo mayor firmeza en el tono.
Sandro
quedó mudo. Sintió como si todo se estuviera derrumbando en torno a él, otra
vez. Estaba seguro de que la respuesta de su chica indicaba que ella no había
cambiado de idea. Pero, ¿por qué me llamó entonces? ¿Por qué está así conmigo
ahora? pensaba incrédulamente. Creía que él había sido lo suficientemente claro
respecto al tema, pero ya no tenía la certeza de que su postura estuviera clara
para ella. Si bien había meditado profundamente sobre la posibilidad de tener
un hijo, no había querido imaginarse cómo iba a reaccionar frente a su novia,
qué respuesta concreta le iba a dar. A diferencia de anteriores peleas con
Gabriela y otras chicas en las cuales había planeado múltiples escenarios de
careo y argumentos de defensa, ahora Sandro no había preparado nada, tenía la guardia
baja. Habiendo llegado a esa encrucijada, sentía nuevamente la espada de
Damocles sobre su cabeza. Había llegado a ese momento en el cual uno no puede
esquivar el destino, tiene que elegir. Esa
sensación límite lo llevó a expresarse con una sinceridad y transparencia que
no había manifestado en otras ocasiones.
-
La verdad… pienso que es algo que deberíamos conversarlo un poco más. Es una
decisión que nos va a afectar el resto de nuestras vidas. Yo, la verdad, no
estoy listo. No siento que pueda ser un buen padre todavía. Es decir, tengo que
conseguir una mejor chamba. Tengo que desahuevarme un poco, lo sé. Pero también
sé que eso no quiero hacerlo ahorita. No siento que todavía deba sacrificar
muchas de las cosas que hago ahora por tener un hijo. Sé que suena tal vez
egoísta, pero creo que hay etapas en la vida de cada uno que tiene que pasar y
quemar antes de meterse a un rollo así. No sé que más decirte… yo te quiero no
sabes cuánto, no sabes cómo he pensado en ti estos días. No sé, a veces pienso
que no soy lo mejor para ti. Quisiera ser una mejor persona, pero lo soy cuando
estoy contigo… -Sandro expresó estas últimas palabras mientras acariciaba las
manos de ella.
-
Yo no quiero separarme de ti -respondió Gabriela en un tono cálido y compasivo
- pero tampoco puedo ocultar lo que siento. No es algo que se va a ir de mí si regresamos
ahora. No quiero seguir sintiéndome así. Tal vez… no sé, me da mucha pena
decirlo… pero estar un tiempo separados tal vez podría aclarar un poco las
cosas entre nosotros. Por lo menos… no sé, es lo mínimo que te podría pedir
ahora, porque no puedes esperar que me olvide de algo que está dentro de mí.
Dejemos que las cosas fluyan naturalmente. No puedo darte otra respuesta ahora…
- Parecía como si Gabriela quisiera seguir hablando pero algo dentro de sí le
dijo que pare, que no hable más.
-
No entiendo. Debo estar loco entonces. -Sandro expresaba cierta molestia y reproche
hacia su novia. - Si no has cambiado de parecer, ¿por qué estás así conmigo?
¿Por qué complicas más las cosas entonces? No sé qué quieres de mí -dijo Sandro
mientras retiraba el brazo y la pierna que tenía cruzados sobre ella, quedándose
rígido.
-
Quería saber cómo estabas. Y sí, te extraño, quería verte. Pero eso no quita
las otras cuestiones, que son más profundas, más importantes para mí, para mi
vida. Siento que haya tenido que pasar esto. Lo siento mucho en verdad. -decía
ella, mientras sollozaba silenciosamente.
-
Entonces supongo que no hay nada más que decir. -Sandro exclamó estas últimas
palabras con la voz de un general derrotado a punto de firmar el documento
donde declara la rendición incondicional. Se sentó en la cama con la cabeza
gacha, dándole la espalda a Gabriela, y comenzó a pasarse las manos por la
cabeza. Se paró, fue al baño a orinar y luego salió. Ella estaba fumando un
cigarro, de pie, mirando a la calle desde la ventana del cuarto. Estaba
volteada de lado, pero él sentía que ella igual lo veía. Sandro cogió su casaca
que estaba en el borde de la cama y se la puso. Se quedó parado, mirándola
exactamente detrás de ella. Respiró fuerte.
-
Bueno, yo me voy.
Gabriela
volteó, lo miró, y solo atinó a mover la cabeza afirmativamente.
-
Ya hablamos pues, dijo Sandro en un tono conclusivo, utilizando una frase y un
tono de voz que sonaban impostados, no acordes con la situación real. Ese tipo
de pseudo proposiciones que muchos hacen cuando quieren aparentar interés por
mantener contacto con personas que no les merecen mayor simpatía, todo debido a
una falsa cortesía. - Esteee… ¿mañana
puedo pasar en la tarde para recoger mis cosas?
-
Claro, claro. No creo que esté a esa
hora. Normal, puedes venir cuando puedas.
-
Ok. Cuídate mucho. Te quiero.
- Yo también te quiero.
Sandro
tiró la toalla. Si ella no había cambiado de parecer, él ya no podía hacer nada.
Pensaba que, bueno, la cosa no funcionó, supongo que tenía que pasar en algún
momento, seguro que ella encontrará a una mejor persona que pueda darle lo que
quiere, ese ya no seré yo. En el fondo, él pensaba que la aprensión que sentía
en esos momentos debido a su inminente separación sería pasajera, y que pronto
podría regresar a la plena libertad que, una parte de sí, ansiaba. Todo sería
cuestión de tiempo entonces. Sandro dejó el departamento y comenzó a caminar
hacia Miraflores, bajando por la avenida Parque Sur. Caminaba sin destino. Se
puso los auriculares y comenzó a escuchar un poco de reggae. Pensó que The
Gladiators podría aliviarlo en ese momento… un poco de reggae suave para el
alma abatida.
Sandro
comenzó a vivir nuevamente en la casa de sus padres. Llegó a un acuerdo con su
papá para pagar ciertos gastos de la casa en tanto recuperara su antiguo
cuarto. Los primeros días tras la separación, se distraía jugando pelota con
sus amigos de la academia y del barrio. Se compró 50 soles de yerba para amenizar
un poco sus días en soledad, aunque casi siempre trataba de estar en compañía
de sus amigos. Para su fortuna, en ese periodo inicial lo llamaron para apoyar
en varios eventos, muchos de ellos casi consecutivos. Eso le ayudó a despejar
la mente. Eso, y también coquetear con las anfitrionas que trabajaban con él. A
Gabriela la había engañado dos veces con otras chicas, pero los episodios habían
sido muy esporádicos. Tampoco es que él hubiera tenido la actitud de querer
sacar los pies del plato cada vez que podía. No sentía la necesidad de hacerlo.
Es más, las veces que la engañó tuvo secuelas de remordimiento, la sensación de
algunos ex-drogadictos cuando recaen tras haber estado limpios un tiempo.
Ahora
que estaba solo, reanudó contacto con una antigua amiga, de esas que se suelen
referir como “amigas cariñosas”, y a
quién no veía desde que comenzó a salir con Gabriela. Ella era una madre divorciada
que no podía encontrar otro padre para su hija. Tras el coito de su primera
salida post-Gabriela, Sandro sintió la libertad a flor de piel. Sintió de
alguna manera que volvía a formar parte del sistema, como se suele decir, back in business. La segunda vez que
salieron, no obstante, fue totalmente distinto. Mientras tomaban unas cervezas
en un bar de Miraflores, en un local donde imaginaba que jamás podría
encontrarlo Gabriela o alguien que la conociera, Sandro comenzó a sentir cierta
incomodidad. Quería que su acompañante dejase de hablar para ir a tirar de una vez. La encontraba un poco insoportable,
la verdad. Comenzó a cuestionarse qué hacía en ese lugar, por qué no estaba con
su chica viendo una película abrazado en su cama. Se odió un poco en ese
momento. No hay peor sensación que la que uno tiene cuando debe separarse de
alguien sin haber dejado de amarla. Y además teniéndola tan cerca, solo bastando
una llamada telefónica, una visita. Saliendo del bar, su amiga cariñosa le
propuso ir a su departamento, pero él inventó que lo habían llamado de
emergencia de su casa y tenía que acudir presurosamente. No quiso explicar más
que eso y se fue.
Después
de tres semanas, Sandro comenzó a sentir crudamente los estragos que había
dejado en él su separación de Gabriela. De alguna manera, él era de las
personas de las que se dice, llevan la procesión por dentro. Con sus amigos y
familia transmitía naturalidad y buen humor, pero en los momentos de soledad o
cuando hablaba de Gabriela con alguien, su humor se transformaba. No quería explicar
más de lo necesario y sus amigos tampoco pretendían que lo hiciera. Es una especie
de código entre los hombres tratar de no ahondar en las cuestiones relacionadas
con el corazón de sus amigos, manteniendo abiertas heridas que deberían cerrarse.
Sandro sentía unas ganas locas de llamarla o encontrársela en el chat. Al
parecer ella lo había bloqueado, pues ya nunca la veía conectada. Un día le
habló por chat a Carla, una amiga piurana de Gabriela a la que casi nunca le
hablaba. Él le preguntó disimuladamente (según él) sobre el estado de Gabriela.
La amiga le contó que la operación del papá había salido muy bien y que ya no
iba a ser necesario aplicarle quimioterapia post-operatoria. Respecto a
Gabriela, ella estaba bien. Sandro no sabía cómo conseguir más información. Comenzaron
a invadirle imágenes de Gabriela saliendo con otra persona y siendo feliz a su
lado. Tenía mucho miedo de constatar que sus fabulaciones fueran ciertas.
La
madre de Sandro siempre había sido partidaria de tener varias mascotas
simultáneamente. Tenía un traspatio relativamente grande, lo que le permitía
tener un pastor alemán y un labrador al mismo tiempo sin alterar demasiado el
orden de la casa. Ella quería a gatos y a perros por igual. Por eso siempre
hubo por lo menos dos perros y un gato en la casa, o dos gatos y tres perros,
dependiendo del período del que se tratase. La señora se hizo conocida en el
barrio como una mujer bondadosa con los animales, pues además de tener varias
mascotas, colaboraba con organizaciones que brindaban cobijo a perros y gatos
callejeros. Un día, hace ya algunos años, ella encontró un cachorrito en la
puerta de su casa envuelto en unas mantas viejas. Lo crío y lo adoptó como un
hijo. Un tiempo después, encontró otro perro en su puerta, esta vez un poco más
grande. En esa oportunidad lo dio en adopción a una prima que tenía una chacra
en Cañete. Luego llegó un pequeño gato a la casa, dándole sustento hasta que el
gato creció y una noche tomó su propio rumbo por las calles de la ciudad. Cada
vez que regresaba, ella lo alimentaba. Y así, la madre de Sandro se hizo un
nombre en el barrio como la mujer benefactora que jamás dejaría abandonado a un
animal. Aquellas personas que no podían mantener un perro o un gato recurrían a
ella, aliviando de ese modo su cargo de conciencia por abandonar a seres
indefensos.
Uno
de esos días posteriores al brusco desencuentro de Sandro con la realidad de su
separación, un pequeño gatito fue abandonado en la puerta de su casa, como
muchas otras veces antes. Debía tener 1 mes o un mes y medio como máximo.
Estaba flaco y muy sucio. La casualidad quiso que Sandro lo recibiera, pues él
atendió el timbre. Pensó para sí, “puta madre, otra vez carajo”, llamando inmediatamente
a su madre para recriminarle por haber instituido su casa como albergue de
animales. Levantó al gato a la altura de su cara y comenzó a observarlo fijamente.
Tenía un color entre crema y canela y un manto atigrado sobre su piel. Parecía
un minúsculo tigre o tal vez un leopardo. Sus ojos eran de un calor amarillo
verdoso, y tenía una mirada muy profunda. Mientras se observaban, Sandro sentía
como el gato escudriñaba su alma y se enteraba de sus penurias. El gatito
transmitía una tranquilidad de espíritu que solo los gatos pueden dar. La
mirada del gato era severa, pero a la vez tranquilizadora. Era como la mirada
del padre que entiende las faltas de su hijo y está dispuesto a perdonarlo una
vez más. La madre de Sandro recibió al
gato, no sin dejar de culparse socarronamente por ser tan permisiva con sus
irresponsables vecinos.
El
pequeño minino comenzó a habitar la casa, sintiéndose muy intimidado debido a
la presencia de los otros tres perros y la gata que residían en la casa, y que
adoptaron una posición defensiva ante la llegada de un intruso a su territorio.
Sandro pudo notar como el gatito era continuamente amenazado por los otros
animales. Él sentía que debía protegerlo, y comenzó a tenerlo en su cuarto
cuando estaba en la casa. Eso generó los celos de su viejo perro Tintín, hermoso
rottweiler que obtuvo su nombre en homenaje al comic francés y que idolatraba a
Sandro más que a cualquier otro habitante de esa casa. De alguna manera, Tintín era como una especie de hijo para
Sandro, como el hijo que no quería tener. Tintín era el perro que veía con
mayor recelo al recién llegado. Cuando se acercaba tímidamente a olfatear al
gatito, éste adoptaba la natural posición defensiva que asumen los gatos cuando
se ven amenazados. Después de un pequeño careo silencioso, el perro comenzaba a
ladrarle agresivamente y a hacer amagues de atacarlo, lo que obligaba a Sandro a
cogerlo y botarlo del cuarto. Sucedidos estos conatos de pelea repetidas veces,
Sandro no tenía otra opción que cerrar la puerta de su cuarto con el gato
dentro, dejando a Tintín fuera. El perro lloraba, aullaba y rasgaba la puerta sistemáticamente.
Cuando Sandro lo miraba, veía claramente la cruda expresión de abandono que su
perro reflejaba. Le carcomía las entrañas que su perro pensara que había dejado
de ser su favorito. La situación era bastante incómoda para él, lo que se
sumaba a sus penas por la novia perdida. No podía encargarse del gato y tampoco
podía dejarlo suelto en la casa, pues podía terminar siendo el bocado de Tintín
o del otro pastor alemán, Brandon, que tampoco veía con buenos ojos al pequeño
invasor.
Uno
de esos días, Sandro se encontraba tomando unas cervezas con dos amigos del
colegio en un bar de la calle Berlín en Miraflores. La idea era tomar un poco,
hacer previos, y luego enrumbar a la discoteca Sargento Pimienta, donde grupos
locales iban a hacer un homenaje a bandas de música grunge. Como buenos representantes
de la década de los 90, Sandro y sus amigos no podían perdérselo. En un momento
de la amena conversación, Sandro comenzó a contar cómo Tintín no se llevaba bien
con el nuevo gato que había llegado a su casa, consultando si ellos tal vez
conocían algún sitio donde dejarlo, o a alguien que lo pudiera recibir.
-
Oye, pero, ¿y por qué no lo dejas en la casa de tu ex flaquita?, -dijo entonces
uno de sus amigos, con una expresión burlona en su rostro.
-
¿Qué estás hablando imbécil? -respondió Sandro con una sonrisa incrédula, sin
poder entender bien a lo que se refería su amigo.
-
Claro pues causa. Mira, ¿tu flaca quería un hijo, no?, ya pues, aunque sea,
puede tener un gato. No es lo mismo, pero bueno, en fin, algo podría tener.
Los
dos amigos comenzaron a carcajearse. Sandro río forzadamente. Minutos después,
la propuesta de su amigo seguía dándole vueltas en la cabeza. ¿Y si le llevaba
el gato a Gabriela? Había estado a punto de llamarla en los últimos días. Tenía
muchas ganas de verla, dormir abrazado a ella, darle un beso, oír su risa, oler
su cuello, saber por lo menos de su propia boca, cómo se encontraba. Una parte
de él cargaba un intenso sentimiento de culpa por no haberle dado lo que ella anhelaba.
Sentía de alguna manera que él estaba en deuda, una deuda que no podía resarcir
de la forma que ella quería pero que tal vez podía compensar. La proposición de
su amigo le permitió encontrar una salida a ese dilema personal. Tampoco es que
pensara que regalarle el gato iba a aliviar esa carga emocional que la conmovía,
pero ya en esos momentos sentía que no tenía nada más que perder. Cualquier
acción que él tomara a esas alturas del partido no podría perjudicarlo más. Habiendo
llegado a esa conclusión, decidió dar el paso.
Tres
días después, un tranquilo martes por la noche, Gabriela se preparaba para sus
finales de maestría en la habitación que solía compartir con Sandro. De pronto,
sonó el timbre de la puerta. Su primera reacción fue de asombro, pues no había
sonado el intercomunicador del primer piso ni el vigilante le había anunciado
la llegada de alguien, como era costumbre. Se acercó a la mirilla de la puerta
y vio a Sandro de pie, mirando de lado. Abrió la puerta automáticamente. No
tuvo ese instante de reflexión en que uno considera la situación que se cierne
ante sus ojos, que en su caso la llevaría a preguntarse qué hacía él ahí, por
qué la venía a buscar. Estaba muy feliz de ver nuevamente a Sandro y quería
hablarle lo más pronto posible. Cuando la puerta se abrió, ambos se quedaron
mirando fijamente por un instante, un segundo tal vez, sin decirse nada. Las
miradas expresaban que se necesitaban el uno al otro, que ambos habían sufrido
con la separación y ahora se abría una nueva oportunidad, que rencontrarse en
ese momento tendría algún significado provechoso para ambos.
-
Hola nena. Cómo has estado… el guachimán me abrió la puerta de abajo. Disculpa
por llegar así de improviso. Sandro quebró aquel instante suspendido fuera del
tiempo para hablarle a Gabriela como tal vez nunca antes lo había hecho. La voz
y los gestos de Sandro reflejaban la más pura inocencia, la de un niño que
busca la redención por una falta cometida.
-
¡Hola! ¿Cómo estas? No, no te preocupes. Igual el guachi te conoce -respondió
Gabriela, expresando una alegría y espontaneidad que terminaron por conmover
completamente a Sandro.
-
Te traigo un pequeño regalo. -Sandro sacó al pequeño gatito atigrado de la
alforja que colgaba de su brazo.
-
Ayyy! Qué lindo. ¿Es para mí? Es hermoso ¿Tiene nombre?, Pero… ¿cómo lo
conseguiste?
-
No sé… pasé por una tienda de animales, lo vi y pensé que te podría gustar. No
tiene nombre todavía. -Sandro dio esta respuesta de forma automática, su subconsciente
lo llevó a maquinar esa falsa historia. De acuerdo a la racionalidad de Sandro,
era mucho más meritorio para Gabriela que él haya comprado ese gato pensando en
ella, que haberlo sacado (gratis) del improvisado albergue de animales que
existía en su casa.
-
¡Qué lindo!... -Gabriela cogió al gato entre sus manos y comenzó a acariciarlo
y hacerle cosquillas en el vientre. Reía mucho, se la veía sumamente feliz. -
Me alegra mucho verte. -Gabriela dijo estas últimas palabras con una pureza de espíritu
que parecía que estuviera hablando su alma.
- A mi también nena. No sabes cuánto te he
extrañado. Me moría por saber de ti. -Sandro cogió a Gabriela de los brazos y,
al no percibir rechazo de su parte, la abrazó tiernamente, se dejó caer sobre
ella, dejando un espacio entre ellos para no aplastar al gatito que Gabriela
tenía entre sus manos. Ella soltó al gato de una mano y también abrazó a
Sandro. Los dos se quedaron abrazados no saben cuánto, volvieron a penetrar ese
espacio fuera del tiempo. Sus mejillas se juntaron, luego sus cuellos y luego
sus labios. Ambos entraron al departamento de la mano, se cerró la puerta y
ella dejó al gato sobre un pequeño sillón de la sala. Ambos se miraron
nuevamente, se sintieron amados, completos de nuevo. Comenzaron a besarse con
mayor intensidad que antes y terminaron quitándose la ropa y echándose en la
cama, sin dejar de mirarse en ningún momento. Hicieron el amor de forma lenta,
pausada, como si nunca se fuera a acabar el mundo, su mundo. Sus cuerpos se entrelazaban
armónicamente, como si se hubiesen conocido de otra vida y solo estaban
buscándose el uno al otro. Difícil describir ese tipo de instantes en que uno percibe
el amor en su expresión más pura, plena. Después se abrazaron muy fuertemente,
con todas las extremidades de sus cuerpos fusionadas entre sí. Nadie quería
decir algo en ese momento, solamente sentían, volvían a sentir el olor de cada
uno, la tersura de su piel.
-
Quisiera que este momento nunca termine. -habló de pronto Sandro al vacío.
-
Yo tampoco quiero. No quiero dejarte ir de nuevo. He pensado mucho en este
tiempo que no has estado. En verdad, necesitaba este tiempo. Veo las cosas un
poco más claras, y me he dado cuenta de que he sido un poco injusta contigo. No
tenías por qué cargar con esta situación. Yo te amo, y no puedo dejar de
hacerlo. Quería tratar de ser una persona fría y decir, “bueno pues, qué
mierda” y hacerlo sola, por mi cuenta… pero no quiero hacerlo sola. Me cagaría
de miedo. No quiero que tú sientas que tienes una responsabilidad conmigo. Que
las cosas fluyan nomás, no quiero forzar la situación.
-
Entonces, qué, ¿estamos bien? ¿Quieres que regresemos? -Sandro expresaba cierta
incertidumbre e inseguridad al hacer estas preguntas, como el niño que no puede
creer que vaya a recibir el juguete que siempre quiso.
-
No sé si todavía deberías mudarte. Creo que deberíamos ir paso a paso. Pero sí,
quiero verte. Además, tienes que cuidar y alimentar a este gato. Gabriela
mostraba una tierna sonrisa burlona, que Sandro correspondió instantáneamente.
El
gato se acercó a la cama y comenzó a emitir débiles maullidos. Parecía como si
tuviera hambre.
-
Le voy a dar de comer, creo que se muere de hambre. Pobrecito. -Gabriela se
paró de la cama y fue a la cocina a buscar un poco de pan y leche.
Sandro
siguió echado, observando gratamente al minino jugar con una media que él
sostenía, mientras calculaba que su alimentación mensual no costaría más de cien
soles.