El teléfono sonó repentinamente. No
sé cuánto tiempo habría dormido. Mi reloj marcaban las 3.37am. Todavía faltaban
más de cuatro horas para terminar mi turno. Maldecía la hora en que le había
dicho a Kevin, el jefe de mi área, que me “sentaba bien” tomar el turno de la
madrugada. Nada más falso que eso. Si hay alguna habilidad que estoy seguro no
tengo, es mantenerme despierto toda la noche y en la más absoluta soledad.
Había llegado hace casi un mes al
norte de California, y ahora pasaba mi verano (de Perú) trabajando en un ski
resort. Mis labores consistían en abrir y cerrar las puertas de los vagones de
un funicular, que trasladaba a los visitantes desde el área de parqueo hasta la
entrada del resort. Luego, los ski lift
o transportadores llevaban a uno a los picos de las tres o cuatro montañas que
circundaban el parque.
Estos vagones tenían una
particularidad, que consistía en que no se podían abrir desde adentro. Era por
medidas de seguridad obviamente, aunque a veces también podía ser
potencialmente peligroso, tal como se verá más adelante.
Durante el día, y mientras las pistas
de ski estaban abiertas, los vagones del funicular no dejaban de circular,
transportando gringos, skies, snowboards y las maletas de aquellos que tenían
residencia en el parque o se quedaban en el hotel. Con estos últimos uno tenía
que ser más solícito (y hablar lo más fluently
posible), pues dejaban excelentes propinas. Pero cuando el parque había
cerrado, a punto de caer la noche, el funicular se detenía. A partir de ese
momento, si alguien quería trasladarse a uno u otro lado del resort, se
requería toda la “expertis” del operario para apretar un botón que colocaba al
vagón en ruta. Esa era mi única actividad como operador del funicular, además
de abrir y cerrar el vagón por supuesto.
Mis insufribles turnos de madrugada transcurrían
casi todo el tiempo en una pequeña cabina de madera. En ese minúsculo espacio,
una silla reclinada contra la pared y una mesa al frente donde apoyaba mis dos
piernas, era lo más parecido a una cama que podía conseguir. La calefacción propiciaba
una mayor calidez al sitio, en contraste con la crudeza del frío traslucido en
la ventana.
Pero ahora el teléfono sonaba y no
tenía más remedio que atender la llamada…
- Hello?, respondí
–Hey men, wake up, we just sent you one
- fue la respuesta de Todd, el gringo que compartía el turno conmigo al otro
lado del funicular, en la zona de parqueo. Su llamada significaba que una
persona se encontraba en ruta en uno de los vagones del funicular, y mi deber
era esperar a que llegue y abrirle la puerta.
Era un buen tipo Todd. A diferencia
de muchísimos gringos que trabajaban en el resort, parecía ser una persona
medianamente inteligente, lo cual no concordaba con el hecho de que trabajara
ahí, en ese horario y ganando un mísero sueldo (para el estándar norteamericano
era casi como un sueldo mínimo). Los únicos gringos que trabajaban ahí y seguían
algún tipo de formación universitaria, eran aquellos que pasaban el invierno
trabajando para esquiar o hacer snowboard
gratis. El resto del tiempo se lo pasaban ebrios o fumados, esperando que
termine la temporada de nieve para retornar a sus estudios. Casi igual que la
mayoría de sudacas que viajan todos los años para hacer “intercambio
cultural”.
El viaje en el funicular de extremo a
extremo duraba seis minutos aproximadamente. Eso me daba tiempo para salir de
la cabina, despabilarme un poco, fumar un cigarro, y simplemente esperar a que
llegue el noctámbulo pasajero. Pero, tras la llamada de Todd preferí esperar
dentro de la cabina, pensando que todavía podía descansar dos o tres minutos
más antes de levantarme y atender mis obligaciones con esta gran corporación americana
que había confiado en mis servicios. Mi reacción había sido la de aquellos
niños cuyas madres los levantan a gritos para ir al colegio, y que sacrifican un
par de palmazos en el poto por 15 minutos más de sueño. Todo volvió a su cálida
normalidad en esos momentos…
El penetrante estruendo del teléfono
me hizo sobresaltar de la silla. Había perdido toda noción del tiempo. Ni
siquiera estaba seguro de haberme quedado dormido. De lo único que estaba
seguro era de no haber abierto el vagón que me había enviado Todd, no sé cuantos
minutos u horas atrás. Tal vez ni siquiera había llegado aún. Con estas interrogantes
en mi cabeza, atendí presurosamente la llamada. Recuerdo hasta el día de hoy
las palabras de Todd:
-Hey Pedro! Were
you sleeping? – El tono de voz de Todd era totalmente elocuente con la
situación que se avecinaba
- No Todd, respondí –What has happened?
- sin considerar que con esa pregunta estaba asumiendo tácitamente mi falta.
-
You are lying - respondió furibundo -While you were sleeping a pregnant woman
climb out from the window of the cabin. She knocked your door but there was no
answer. She saw you sleeping asshole!!!
- What? What
are you saying? - no sabía qué decir en ese momento. Hasta sentía que se me
había olvidado un poco hablar en inglés.
- Do
you know who was that lady? – remarcó – Her husband is the director of the
kitchen department.
Nunca supe que pasó realmente durante
aquellos minutos previos, pero puedo imaginar a aquella mujer embarazada (que nunca
pude ver su rostro, aunque probablemente ella nunca olvide el mío) profiriendo angustiosos
gritos desde el interior del vagón, forzando infructuosamente la cerradura de
la puerta, y finalmente escapando a través de la minúscula ventana del vagón con
aquella preciada carga. La mujer habrá pensado en aquel momento: “aquí no hay
nadie trabajando”. Pero al acercarse a la ventana de la cabina observó a un joven
durmiente de rasgos latinos. “Seguro éste debe ser mexicano o de alguno de esos
países más al sur”, acaso pensó en ese momento.
Por mi parte, las horas que siguieron
a aquel incidente fueron interminables. Demás esta decir que no pude volver a
dormir nuevamente (como era lo habitual en mi jornada laboral nocturna). Mi
experiencia de work and travel podía
terminar más rápido de lo que había planeado. No había pasado ni un mes desde
que comencé a trabajar en el resort. Iba a tener que comenzar a palear nieve con
los chicanos para devolver a mis padres su inversión.
Muchos pensamientos rondaban en aquellos
momentos. Obviamente que sabía que iba a ser despedido, lo cual me preocupó bastante
en un principio, pero luego otros escenarios más calamitosos comenzaron a
proyectarse: denuncia penal por negligencia si es que algo le había pasado a la
mujer o al nonato (lo cual desconocía y nunca supe); mi deportación y la cancelación
definitiva de mi visa. La vergüenza familiar y la deuda con mis padres podían
solucionarse, pero los otros escenarios se vislumbraban mucho más oscuros.
Finalizado mi turno a las 8am, Bob,
el encargado del funicular de la mañana, me avisó que debía dirigirme a la oficina
de dirección del área para “conversar sobre los sucesos de anoche”. Sin
cambiarme el uniforme ni tomar desayuno (que era una sopa ramen), marché
resignado a mi suplicio. Cuando llegué al sitio indicado, cinco jefes de
distintos departamentos del ski resort me esperaban silenciosos. Todos eran
gringos obviamente. En sus caras se reflejaba que, sea cual sea la sanción que
me iban a dar, ellos ya la habían tomado mucho antes que llegara. No se notaba
fastidio en sus ojos. Más bien consternación y un poco de condescendencia. El
ambiente era cerrado, no entraba mucha luz. Eso daba una sensación más
siniestra a la situación, como si fuera un talibán a punto de ser interrogado
(y tal vez torturado) por un grupo de marines
desalmados.
El jefe del área de parking tomó la
palabra, un colorado de baja estatura llamado Mike, que fumaba como mínimo
cinco guiros diarios mientras trabajaba (como casi todos los gringos de ahí). Inició
su alocución resaltando que nunca se había producido un hecho de esa naturaleza
en el resort (nunca supe si se refería a la gravedad o a lo sui generis del
asunto). El tono de su voz reflejaba lo grave que para ellos había sido el
asunto. Luego comenzó a hablar de los deberes del operario en la compañía, y
cómo muchos latinos como yo que viajaban para trabajar, tomaban este tipo de
labores a la ligera. Por momentos dejaba de hablar, hacía una pausa y se
quedaba pensando en algo, como si se esforzara en ser lo más claro y preciso
posible con sus ideas. No sé por qué se demoraba tanto en decirme que estaba
despedido y que mi vuelo a Perú salía ese día en horas de la tarde. Parecía
como si quisiera dorar la píldora, pero que me la iba a meter, de eso no cabía
dudas.
Sin embargo, un pero se interpuso en medio del monólogo de Mike. Listo para
escuchar mi sentencia, esa hermosa palabra emanó de su campechano inglés.
- But…we know that in your country YOU need the money - El you no aludía solo a mí, sino a todos
los peruanos o sudacas - so…we have decided that you keep your job - Nunca me
sentí tan orgulloso de ser peruano como aquél día, nunca tan feliz de ser subdesarrollado.
God bless Perú.