En agosto del año pasado estuve visitando
el Salar de Uyuni en el sur de Bolivia; aquél mar blanco, vestigios de la
avanzada del océano millones de años atrás. Mientras atravesaba el camino que
une el Salar con una extensa área natural de lagunas multicolores entre
volcanes y faisanes rosados, pude observar un cartel publicitario que decía en letras
grandes: “Bolivia, lo auténtico aún existe”. La imagen de fondo de ese slogan consistía
en una especie de fiesta patronal o desfile de carnaval, a juzgar por la actitud
de comparsa de las personas retratadas, ataviadas con ostentosos trajes y
máscaras zoomorfas.
No pude dejar de pensar en el
significado de aquél mensaje. ¿Es que hay países más o menos “auténticos”?, ¿Cómo se podría medir la autenticidad de un país o de un pueblo?
En todo caso, ¿frente a qué o quiénes unos podrían considerarse más auténticos?
Difícil definir esa cuestión
desde una perspectiva general, pero en el sentido que apunta el slogan descrito,
la “autenticidad” boliviana se sitúa contra aquellos elementos de la tradición
cultural occidental que importaron los colonizadores europeos en este
continente muchos siglos atrás, y que cómo sistema de creencias y saberes, ha
conservado su posición de privilegio entrado el período republicano.
Creo que existiría consenso en
admitir que, a diferencia de la mayoría de países sudamericanos, los grupos
étnicos que alberga Bolivia han preservado de mejor manera sus prácticas e instituciones
originarias, frente a la oleada colonizadora y el posterior impulso modernista republicano.
Si partimos de una perspectiva antropológica para entender la cultura; es
decir, como valores, creencias y formas de vida de un grupo humano determinado,
Bolivia puede presumir de conservar, en la conjunción de su variedad cultural, un
mayor grado de “autenticidad”. Bajo ese enfoque, el slogan tendría un
fundamento tangible.
Salar de Uyuni – Bolivia
Fotos: Leonidas Wiener
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Así, aquellos pueblos o
grupos étnicos que en su llegar a ser
histórico han tenido un menor grado de injerencia externa en sus modos de vida,
en sus costumbres, son aquellos que podrían ufanarse de conservar una mayor
autenticidad, aunque difícilmente absoluta. La “pureza” de un pueblo sería una
cuestión gradual, aparentemente.
¿Qué es lo que hace a Bolivia más
auténtico entonces? Que en Bolivia uno puede encontrar mayores elementos “tradicionales”;
es decir, que han sido menos influenciados por la “mano civilizadora”
occidental. Pero lo que para muchos puede representar un sinónimo de atraso o
subdesarrollo, para otros representa un gran potencial turístico por explotar. Actualmente
los destinos turísticos no convencionales o no comerciales, definidos como
“exóticos”, “salvajes”, están teniendo cada vez mayor acogida.
El turismo es pues, una de las
puntas de lanza de la ola globalizadora en la cual nos ubicamos. Nunca como hoy
la gente tuvo tantas posibilidades por conocer y aprender de diversas formas de
vida, entrelazándose personas y culturas a través del turismo. Además, esta
actividad genera ingresos económicos a las poblaciones receptoras, cuyo inconmensurable
patrimonio histórico y cultural resultan bienes apetecidos por viajeros de
todas partes del mundo. La conexión del turismo con la cultura, o más
propiamente dicho, con las expresiones culturales de los grupos receptores del
turismo, es intrínseca bajo ese enfoque.
En el caso boliviano, no pude
dejar de relacionar su autonombrada “autenticidad” con la deficiente cobertura
de servicios orientados al turismo convencional que existen en dicho país. Recogiendo
testimonios de muchos bolivianos, ellos consideran que su sociedad todavía se
encuentra muy atrasada en el desarrollo de un mercado turístico competitivo.
Esto me llevó a pensar: ¿en qué medida un
mayor desarrollo turístico en Bolivia podría afectar su “autenticidad”? A su
vez, esta reflexión me condujo a la pregunta central que busco abordar: ¿de qué manera el
turismo afecta a la cultura?
Sahumador en lo alto del cerro Calvario en Copacabana – Bolivia |
El turismo: con Dios y con el
Diablo
Desde que inició su expansión a
escala global a mediados del siglo pasado, la industria turística ha generado
perniciosos impactos en diversos espacios naturales. Las generosas cesiones otorgadas
por gobiernos de países tercermundistas a Estados y empresas extranjeras,
permitieron que muchos hábitats fueran prontamente ocupados y dispuestos al
servicio de la creciente demanda turística foránea.
Así, muchas poblaciones asentadas
de forma inmemorial en estas áreas naturales se vieron desplazadas de sus
territorios, trastocadas en sus principios comunitarios de ayuda mutua y
solidaridad, y restringidas en sus áreas de cultivo, caza y reproducción
cultural. El medio ambiente fue cada vez menos capaz de soportar el creciente
número de visitantes.
El desarrollo descontrolado del
turismo en numerosos hábitats naturales del planeta trajo estas nocivas consecuencias.
Igualmente, en muchos casos los ingresos que ha generado ni siquiera se han orientado
a mejorar las condiciones de vida de las poblaciones receptoras. Han sido
gobiernos y empresas privadas (principalmente extranjeras) los más favorecidos
con esta actividad económica. Las poblaciones receptoras han debido llevar la
carga de una actividad sobre la cual tienen poco control y casi ningún derecho
de decisión. Si bien los paradigmas en la práctica del turismo se han ido
modificando hacia formas más responsables con el cuidado del medio ambiente y
el respeto a la integridad de poblaciones “vulnerables” (frente a la intrusión
del visitante externo), aún se pueden apreciar en muchos aspectos los impactos
negativos del turismo en la actualidad.
No obstante, a pesar de los
problemas descritos, la industria turística ha generado sustantivos ingresos
económicos a poblaciones con muchas carencias socioeconómicas y escasas fuentes
alternativas de recursos. Muchos de estos pueblos considerados “tradicionales”
se vienen insertando positivamente en la economía nacional y global mediante la
explotación de su patrimonio cultural. Ese es el caso de muchos pueblos
originarios que habitan esta parte del continente. Por ello, resulta legítimo
que éstos quieran aprovechar los recursos económicos que les genera el turismo
para mejorar sus condiciones de vida. Es parte de su derecho a desarrollarse autónomamente.
De manera que, en términos
generales, resulta complejo calificar valorativamente el impacto del turismo para
las poblaciones receptoras. La evaluación se tendría que realizar con
referencia al caso de un pueblo y un espacio físico determinados que hayan sido
afectados de alguna manera por el desarrollo de la actividad turística.
“One dollar picture Mr.”
Lo que no es posible negar es que
el turismo genera algún tipo de transformación en la integridad cultural de los
pueblos “tradicionales”. Esto sucede aún en el caso que estos grupos tengan la
intención consciente de integrarse en el mercado turístico.
Un mes antes de la visita al
Salar de Uyuni, viajé al pueblo de Paucartambo en el Cusco para asistir a la
Festividad de la Virgen del Carmen. En dicha celebración tuve la oportunidad de
conocer a un danzante Capac Colla[1],
que me contó que venía participando en la fiesta durante 30 años seguidos. Se
me ocurrió preguntarle cómo eran las fiestas de antaño, y él evocó con mucha
nostalgia esas épocas. Con cierta pesadumbre, me dijo que en la actualidad la
fiesta se ha hecho muy popular. Percibe que en los últimos años acuden más
personas foráneas que pobladores nacidos en Paucartambo, o que migraron pero de
raíces paucartambinas. Por ello, su impresión era que las personas que residen
permanentemente ahí, aquellos pobladores que viven y entienden a plenitud la
fiesta, han sido desplazadas paulatinamente. Pareciera como si poco a poco la
fiesta es apropiada por gente que no es del lugar, y que en la mayoría de los
casos ni siquiera entienden a plenitud su real dimensión simbólica.
Probablemente, dijo, de continuar
esta masiva y descontrolada afluencia de visitantes en los próximos años, la
fiesta se convertiría en una especie de “Inti Raymi” en su forma actual. Es
decir, si uno deseaba observar o participar de la fiesta, probablemente tendría
que comprar su entrada de forma anticipada (en dólares) o como parte de “paquetes”
ofertados por agencias turísticas. Los trajes y máscaras de los danzantes, que representan
personajes mitológicos muy arraigados en la cosmovisión andina, se comenzarían
a producir masivamente para atender las demandas de los visitantes por tan
preciados “souvenirs”.
Fiesta de Paucartambo, Cusco - Perú
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Algunas semanas después pude
visitar la Isla del Sol, ubicada en el lado boliviano del Lago Titicaca. Una
hermosa isla cuyo majestuoso silencio solo se compara con su hermoso amanecer,
y cuyos habitantes pueden oír en sus radios emisoras peruanas y bolivianas. Con
un grupo de visitantes extranjeros llegamos a la zona sur de la Isla, después
de haber navegado el Titicaca durante cuarenta minutos desde la Bahía de
Copacabana. Al descender de la lancha y comenzar la agotadora subida a la comunidad
de Yumani en lo alto de la Isla, muchos niños se acercaron a mí y a los recién
llegados a ofrecer servicios de alojamiento, vender artesanías o pedir “tips”.
Al grito de “hot water” se iniciaba el sistemático asedio a lo largo del
empinado camino. Durante el ascenso, una niña comenzó a seguirme, pidiéndome
insistentemente que le comprara unos guantes de lana. Le mostré mi negativa al
comienzo, pero ante su insistencia, decidí comprarle los guantes. Al instante
se acercaron dos niños más que habían visto la transacción, comenzando a
pedirme plata porque sí, sin ningún favor o servicio mediante. Después de
insistir infructuosamente se fueron, dejándome un sinsabor amargo su actitud
clientelista.
Fueron realmente muy insistentes,
pero sin llegar a caer antipáticos. Igual pensaba por qué estos niños no
estaban jugando con otros niños o haciendo actividades propias de su edad, en
vez de estar “jalando gente”.
Comunidad de Yumani, Isla del Sol - Bolivia
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Y es que, los ingresos económicos
que genera la industria turística representan suficiente incentivo para que diversos
pueblos y grupos humanos “tradicionales” puedan adoptar prácticas y valores que
nunca formaron parte de sus culturas originarias; o modificar costumbres de
larga data o redefinir sus propios usos tradicionales en una perspectiva
orientada al libre mercado. Probablemente muchas personas que hayan visitado
las Islas de los Uros en el Lago Titicaca, o alguna comunidad nativa cerca de
la ciudad de Iquitos, se hayan visto decepcionados por el contenido
“prefabricado” o artificial de los actos que se tienen preparados ahí para los
turistas. Todo un negocio montado para sacar el mayor dinero posible al turista
en nombre de lo “étnico”, “lo ancestral”.
Por ello, ¿la integridad cultural
de estos pueblos se pervierte cuando su patrimonio histórico y social se
transforma en una simple mercancía o bien de consumo? Sí, en la medida en que
las variadas manifestaciones culturales de este pueblo respondan a una demanda
externa; por lo tanto, no representarían manifestaciones espontáneas que emanan
de las dinámicas sociales cotidianas, sino que se condicionan a los
requerimientos de un mercado turístico cada vez más creciente. Tal vez en ello
radique la pretendida “autenticidad” de Bolivia: su mercado turístico está tan
poco desarrollado en comparación con otros destinos, que todavía no se ha visto
en la necesidad de implementar un sistema turístico que requiera modificar
sustantivamente los patrones de conducta de las poblaciones receptoras, en función
de las necesidades del turismo. Bajo esa condición, la cultura se expresa como
una falsa imagen de si misma. Un reflejo artificioso, cuyos componentes se
orientan a una economía de escala; el merchandising
de lo étnico.
Lo paradójico del asunto es que el
turismo también permite el redescubrimiento y la revalorización de prácticas de
larga data, que de otra forma probablemente se diluirían o extinguirían. Las
ventajas económicas que conlleva la puesta en valor y sistemática reproducción
de prácticas y tradiciones ancestrales para atender las demandas del turismo,
propicia mayores estímulos para preservar el patrimonio histórico y cultural de
los pueblos “ancestrales”[2].
Son dos caras de la misma moneda.
Por un lado, la demanda turística contribuye a la puesta en valor de costumbres
y modos de vida que de otra manera tendrían muchas dificultades para adaptarse en
el unívoco y excluyente modelo de desarrollo imperante; de otro lado, esas
prácticas ancestrales que el turismo revaloriza, pierden indefectiblemente su “autenticidad”
al emanar de una necesidad específica no orientada con las dinámicas sociales
cotidianas: atender las necesidades de la industria turística y generar
ingresos económicos.
Relaciones interculturales: lo
real y lo utópico
En suma, ¿degradar la integridad
cultural de un pueblo “ancestral” en función del turismo resulta algo positivo
o negativo? Cada grupo cultural receptor de esta actividad debe encontrar su
propia respuesta. Una opción es integrarse plenamente a los requerimientos del
mercado turístico. Lo contrario resulta de atesorar lo que queda de su
“autenticidad”, de lo que estos pueblos consideran todavía como expresiones
“puras” de su cultura.
Si un pueblo adoptara esta última
opción, no incorporarse al mercado turístico y restringir su patrimonio
cultural, esta decisión sería legítima, pues forma parte de su propio derecho a
vivir en comunidad autónomamente. Existe un caso que apoya esta argumentación.
Hace algunos años en Colombia, la comunidad indígena Arhuaca decidió expulsar a
una iglesia evangélica que se había instalado en su territorio y ganado
progresivamente numerosos adeptos. La comunidad veía como una amenaza a su
integridad cultural las acciones evangelizadoras de dicha orden religiosa, lo
cual la llevó a tomar tal decisión colectiva. Esto generó el reclamo judicial
de un grupo de arhuacos conversos, que veían afectados su derecho a la libertad
de conciencia. Por lo tanto, se presentaba un conflicto de principios: el
derecho a la libertad de conciencia de algunos arhuacos frente al derecho
colectivo de la gran mayoría de arhuacos a ejercer su propia justicia con
autonomía.
La Corte Constitucional de
Colombia (órgano similar al Tribunal Constitucional Peruano) resolvió el caso
en última instancia, optando por cautelar la decisión tomada por el pueblo
arhuaco. Habiendo comprobado la Corte que el carácter individualista de los
dogmas evangélicos chocaba frontalmente con la concepción del mundo y del ser
contemplada por la cultura arhuaca, este órgano judicial resolvió que “el
proselitismo de otras religiones, dentro del territorio arhuaco, independientemente de que se realice por
miembros de la comunidad o por terceros,
pertenece a un genero de conductas que por atentar contra el núcleo de las
creencias de la comunidad, pueden ser objeto de serias limitaciones por parte
de las autoridades internas. La comunidad indígena, resguardada bajo el principio de la diversidad cultural,
puede autónomamente controlar su grado
de apertura externa”[3].
Es decir que, ante una potencial
o real amenaza a su ligazón comunitaria, el pueblo arhuaco tiene el derecho a regular
autónomamente su grado de apertura y relación con el mundo exterior. El mismo
criterio podría ser utilizado por otros pueblos originarios para establecer
restricciones a la entrada del turismo en sus territorios tradicionales, pues
la experiencia demuestra cómo esta actividad erosiona o transforma de alguna
manera su sentido de existencia colectivo. Y esto para bien o para mal, depende
del prisma del cual se mire. Además que, el desarrollo de la actividad
turística no se sustenta en un principio de igual valor que el de la libertad
de conciencia.
Empero, nuevamente en este tipo
de análisis, uno comienza hablando de lo real para situarse luego en el plano
de lo ideal. Y es que, nunca como hoy tuvimos tantas oportunidades de adquirir saberes
y experimentar vivencias a través del contacto con diversas culturas. La actual
globalización ha permitido que pasemos de descubrirnos como países, como
Estados, a descubrirnos como pueblos. De manera que, restringir las
oportunidades que nos presenta la vida para conocernos unos a otros, para
entrelazar nuestros conocimientos con los de otras culturas, parece realmente
injusto. Es limitarnos a ser mejores personas, pues uno tiende a interiorizar
los elementos positivos de otras culturas, enriquecerse con los saberes ajenos;
y así, crecer como persona, en habilidades, conocimientos y (especialmente) tolerancia.
No obstante, mientras que la
intolerancia, la mala fe o el mercantilismo estén presentes en muchas de las
dimensiones posibles de relaciones interculturales entre pueblos originarios y
terceros externos (que incluyen al turismo), se seguirá siempre hablando de lo
utópico y no de una (ansiada) realidad.
[1]
En el marco de la Festividad de la Virgen del Carmen, los Capac Colla
representan a los antiguos arrieros de la zona del Altiplano, que
periódicamente acudían a Paucartambo a intercambiar sus productos. Al igual que
los Capac Colla, en esta festividad se recrean y simbolizan numerosos
personajes reales y míticos del pasado andino, y que representan el sincretismo
de la religión católica con la andina.
[2]
Aunque, difícil es precisar si la autoestima de estos pueblos se fortalece
realmente con la revalorización de su patrimonio cultural en función del
turismo. Una cuestión manifiesta en nuestros países es cómo las costumbres de muchos
de estos grupos son ensalzadas y aclamadas por los gobiernos de turno como representaciones
folklóricas o pintorescas para generar divisas a través del turismo. No
obstante, cuando el pueblo quiere hacer sentir su voz y capacidad de decisión
(como en el uso y disposición de sus territorios), estas mismas prácticas son
calificadas de atrasadas o contrarias al desarrollo.
[3]
La Corte sí exigió que los arhuacos conversos al evangelismo no sean
discriminados por el resto de la sociedad arhuaca, permitiéndoseles practicar
su fe fuera de la comunidad. Fuente: Sentencia SU-510/98 de la Corte
Constitucional de Colombia.