martes, 10 de julio de 2012

El turismo frente a la “autenticidad” cultural


En agosto del año pasado estuve visitando el Salar de Uyuni en el sur de Bolivia; aquél mar blanco, vestigios de la avanzada del océano millones de años atrás. Mientras atravesaba el camino que une el Salar con una extensa área natural de lagunas multicolores entre volcanes y faisanes rosados, pude observar un cartel publicitario que decía en letras grandes: “Bolivia, lo auténtico aún existe”. La imagen de fondo de ese slogan consistía en una especie de fiesta patronal o desfile de carnaval, a juzgar por la actitud de comparsa de las personas retratadas, ataviadas con ostentosos trajes y máscaras zoomorfas.

No pude dejar de pensar en el significado de aquél mensaje. ¿Es que hay países más o menos “auténticos”?, ¿Cómo se podría medir la autenticidad de un país o de un pueblo? En todo caso, ¿frente a qué o quiénes unos podrían considerarse más auténticos?

Difícil definir esa cuestión desde una perspectiva general, pero en el sentido que apunta el slogan descrito, la “autenticidad” boliviana se sitúa contra aquellos elementos de la tradición cultural occidental que importaron los colonizadores europeos en este continente muchos siglos atrás, y que cómo sistema de creencias y saberes, ha conservado su posición de privilegio entrado el período republicano.

Creo que existiría consenso en admitir que, a diferencia de la mayoría de países sudamericanos, los grupos étnicos que alberga Bolivia han preservado de mejor manera sus prácticas e instituciones originarias, frente a la oleada colonizadora y el posterior impulso modernista republicano. Si partimos de una perspectiva antropológica para entender la cultura; es decir, como valores, creencias y formas de vida de un grupo humano determinado, Bolivia puede presumir de conservar, en la conjunción de su variedad cultural, un mayor grado de “autenticidad”. Bajo ese enfoque, el slogan tendría un fundamento tangible.


Salar de Uyuni – Bolivia
Fotos: Leonidas Wiener

Así, aquellos pueblos o grupos étnicos que en su llegar a ser histórico han tenido un menor grado de injerencia externa en sus modos de vida, en sus costumbres, son aquellos que podrían ufanarse de conservar una mayor autenticidad, aunque difícilmente absoluta. La “pureza” de un pueblo sería una cuestión gradual, aparentemente.

¿Qué es lo que hace a Bolivia más auténtico entonces? Que en Bolivia uno puede encontrar mayores elementos “tradicionales”; es decir, que han sido menos influenciados por la “mano civilizadora” occidental. Pero lo que para muchos puede representar un sinónimo de atraso o subdesarrollo, para otros representa un gran potencial turístico por explotar. Actualmente los destinos turísticos no convencionales o no comerciales, definidos como “exóticos”, “salvajes”, están teniendo cada vez mayor acogida.

El turismo es pues, una de las puntas de lanza de la ola globalizadora en la cual nos ubicamos. Nunca como hoy la gente tuvo tantas posibilidades por conocer y aprender de diversas formas de vida, entrelazándose personas y culturas a través del turismo. Además, esta actividad genera ingresos económicos a las poblaciones receptoras, cuyo inconmensurable patrimonio histórico y cultural resultan bienes apetecidos por viajeros de todas partes del mundo. La conexión del turismo con la cultura, o más propiamente dicho, con las expresiones culturales de los grupos receptores del turismo, es intrínseca bajo ese enfoque.

En el caso boliviano, no pude dejar de relacionar su autonombrada “autenticidad” con la deficiente cobertura de servicios orientados al turismo convencional que existen en dicho país. Recogiendo testimonios de muchos bolivianos, ellos consideran que su sociedad todavía se encuentra muy atrasada en el desarrollo de un mercado turístico competitivo.

Esto me llevó a pensar: ¿en qué medida un mayor desarrollo turístico en Bolivia podría afectar su “autenticidad”? A su vez, esta reflexión me condujo a la pregunta central que busco abordar: ¿de qué manera el turismo afecta a la cultura?


Sahumador en lo alto del cerro Calvario en Copacabana – Bolivia

El turismo: con Dios y con el Diablo

Desde que inició su expansión a escala global a mediados del siglo pasado, la industria turística ha generado perniciosos impactos en diversos espacios naturales. Las generosas cesiones otorgadas por gobiernos de países tercermundistas a Estados y empresas extranjeras, permitieron que muchos hábitats fueran prontamente ocupados y dispuestos al servicio de la creciente demanda turística foránea.

Así, muchas poblaciones asentadas de forma inmemorial en estas áreas naturales se vieron desplazadas de sus territorios, trastocadas en sus principios comunitarios de ayuda mutua y solidaridad, y restringidas en sus áreas de cultivo, caza y reproducción cultural. El medio ambiente fue cada vez menos capaz de soportar el creciente número de visitantes.

El desarrollo descontrolado del turismo en numerosos hábitats naturales del planeta trajo estas nocivas consecuencias. Igualmente, en muchos casos los ingresos que ha generado ni siquiera se han orientado a mejorar las condiciones de vida de las poblaciones receptoras. Han sido gobiernos y empresas privadas (principalmente extranjeras) los más favorecidos con esta actividad económica. Las poblaciones receptoras han debido llevar la carga de una actividad sobre la cual tienen poco control y casi ningún derecho de decisión. Si bien los paradigmas en la práctica del turismo se han ido modificando hacia formas más responsables con el cuidado del medio ambiente y el respeto a la integridad de poblaciones “vulnerables” (frente a la intrusión del visitante externo), aún se pueden apreciar en muchos aspectos los impactos negativos del turismo en la actualidad.

No obstante, a pesar de los problemas descritos, la industria turística ha generado sustantivos ingresos económicos a poblaciones con muchas carencias socioeconómicas y escasas fuentes alternativas de recursos. Muchos de estos pueblos considerados “tradicionales” se vienen insertando positivamente en la economía nacional y global mediante la explotación de su patrimonio cultural. Ese es el caso de muchos pueblos originarios que habitan esta parte del continente. Por ello, resulta legítimo que éstos quieran aprovechar los recursos económicos que les genera el turismo para mejorar sus condiciones de vida. Es parte de su derecho a desarrollarse autónomamente.

De manera que, en términos generales, resulta complejo calificar valorativamente el impacto del turismo para las poblaciones receptoras. La evaluación se tendría que realizar con referencia al caso de un pueblo y un espacio físico determinados que hayan sido afectados de alguna manera por el desarrollo de la actividad turística.

“One dollar picture Mr.”

Lo que no es posible negar es que el turismo genera algún tipo de transformación en la integridad cultural de los pueblos “tradicionales”. Esto sucede aún en el caso que estos grupos tengan la intención consciente de integrarse en el mercado turístico.

Un mes antes de la visita al Salar de Uyuni, viajé al pueblo de Paucartambo en el Cusco para asistir a la Festividad de la Virgen del Carmen. En dicha celebración tuve la oportunidad de conocer a un danzante Capac Colla[1], que me contó que venía participando en la fiesta durante 30 años seguidos. Se me ocurrió preguntarle cómo eran las fiestas de antaño, y él evocó con mucha nostalgia esas épocas. Con cierta pesadumbre, me dijo que en la actualidad la fiesta se ha hecho muy popular. Percibe que en los últimos años acuden más personas foráneas que pobladores nacidos en Paucartambo, o que migraron pero de raíces paucartambinas. Por ello, su impresión era que las personas que residen permanentemente ahí, aquellos pobladores que viven y entienden a plenitud la fiesta, han sido desplazadas paulatinamente. Pareciera como si poco a poco la fiesta es apropiada por gente que no es del lugar, y que en la mayoría de los casos ni siquiera entienden a plenitud su real dimensión simbólica.

Probablemente, dijo, de continuar esta masiva y descontrolada afluencia de visitantes en los próximos años, la fiesta se convertiría en una especie de “Inti Raymi” en su forma actual. Es decir, si uno deseaba observar o participar de la fiesta, probablemente tendría que comprar su entrada de forma anticipada (en dólares) o como parte de “paquetes” ofertados por agencias turísticas. Los trajes y máscaras de los danzantes, que representan personajes mitológicos muy arraigados en la cosmovisión andina, se comenzarían a producir masivamente para atender las demandas de los visitantes por tan preciados “souvenirs”.

Fiesta de Paucartambo, Cusco - Perú

Algunas semanas después pude visitar la Isla del Sol, ubicada en el lado boliviano del Lago Titicaca. Una hermosa isla cuyo majestuoso silencio solo se compara con su hermoso amanecer, y cuyos habitantes pueden oír en sus radios emisoras peruanas y bolivianas. Con un grupo de visitantes extranjeros llegamos a la zona sur de la Isla, después de haber navegado el Titicaca durante cuarenta minutos desde la Bahía de Copacabana. Al descender de la lancha y comenzar la agotadora subida a la comunidad de Yumani en lo alto de la Isla, muchos niños se acercaron a mí y a los recién llegados a ofrecer servicios de alojamiento, vender artesanías o pedir “tips”. Al grito de “hot water” se iniciaba el sistemático asedio a lo largo del empinado camino. Durante el ascenso, una niña comenzó a seguirme, pidiéndome insistentemente que le comprara unos guantes de lana. Le mostré mi negativa al comienzo, pero ante su insistencia, decidí comprarle los guantes. Al instante se acercaron dos niños más que habían visto la transacción, comenzando a pedirme plata porque sí, sin ningún favor o servicio mediante. Después de insistir infructuosamente se fueron, dejándome un sinsabor amargo su actitud clientelista.

Fueron realmente muy insistentes, pero sin llegar a caer antipáticos. Igual pensaba por qué estos niños no estaban jugando con otros niños o haciendo actividades propias de su edad, en vez de estar “jalando gente”.


Comunidad de Yumani, Isla del Sol - Bolivia

Y es que, los ingresos económicos que genera la industria turística representan suficiente incentivo para que diversos pueblos y grupos humanos “tradicionales” puedan adoptar prácticas y valores que nunca formaron parte de sus culturas originarias; o modificar costumbres de larga data o redefinir sus propios usos tradicionales en una perspectiva orientada al libre mercado. Probablemente muchas personas que hayan visitado las Islas de los Uros en el Lago Titicaca, o alguna comunidad nativa cerca de la ciudad de Iquitos, se hayan visto decepcionados por el contenido “prefabricado” o artificial de los actos que se tienen preparados ahí para los turistas. Todo un negocio montado para sacar el mayor dinero posible al turista en nombre de lo “étnico”, “lo ancestral”.

Por ello, ¿la integridad cultural de estos pueblos se pervierte cuando su patrimonio histórico y social se transforma en una simple mercancía o bien de consumo? Sí, en la medida en que las variadas manifestaciones culturales de este pueblo respondan a una demanda externa; por lo tanto, no representarían manifestaciones espontáneas que emanan de las dinámicas sociales cotidianas, sino que se condicionan a los requerimientos de un mercado turístico cada vez más creciente. Tal vez en ello radique la pretendida “autenticidad” de Bolivia: su mercado turístico está tan poco desarrollado en comparación con otros destinos, que todavía no se ha visto en la necesidad de implementar un sistema turístico que requiera modificar sustantivamente los patrones de conducta de las poblaciones receptoras, en función de las necesidades del turismo. Bajo esa condición, la cultura se expresa como una falsa imagen de si misma. Un reflejo artificioso, cuyos componentes se orientan a una economía de escala; el merchandising de lo étnico.

Lo paradójico del asunto es que el turismo también permite el redescubrimiento y la revalorización de prácticas de larga data, que de otra forma probablemente se diluirían o extinguirían. Las ventajas económicas que conlleva la puesta en valor y sistemática reproducción de prácticas y tradiciones ancestrales para atender las demandas del turismo, propicia mayores estímulos para preservar el patrimonio histórico y cultural de los pueblos “ancestrales”[2].

Son dos caras de la misma moneda. Por un lado, la demanda turística contribuye a la puesta en valor de costumbres y modos de vida que de otra manera tendrían muchas dificultades para adaptarse en el unívoco y excluyente modelo de desarrollo imperante; de otro lado, esas prácticas ancestrales que el turismo revaloriza, pierden indefectiblemente su “autenticidad” al emanar de una necesidad específica no orientada con las dinámicas sociales cotidianas: atender las necesidades de la industria turística y generar ingresos económicos.

Relaciones interculturales: lo real y lo utópico

En suma, ¿degradar la integridad cultural de un pueblo “ancestral” en función del turismo resulta algo positivo o negativo? Cada grupo cultural receptor de esta actividad debe encontrar su propia respuesta. Una opción es integrarse plenamente a los requerimientos del mercado turístico. Lo contrario resulta de atesorar lo que queda de su “autenticidad”, de lo que estos pueblos consideran todavía como expresiones “puras” de su cultura.

Si un pueblo adoptara esta última opción, no incorporarse al mercado turístico y restringir su patrimonio cultural, esta decisión sería legítima, pues forma parte de su propio derecho a vivir en comunidad autónomamente. Existe un caso que apoya esta argumentación. Hace algunos años en Colombia, la comunidad indígena Arhuaca decidió expulsar a una iglesia evangélica que se había instalado en su territorio y ganado progresivamente numerosos adeptos. La comunidad veía como una amenaza a su integridad cultural las acciones evangelizadoras de dicha orden religiosa, lo cual la llevó a tomar tal decisión colectiva. Esto generó el reclamo judicial de un grupo de arhuacos conversos, que veían afectados su derecho a la libertad de conciencia. Por lo tanto, se presentaba un conflicto de principios: el derecho a la libertad de conciencia de algunos arhuacos frente al derecho colectivo de la gran mayoría de arhuacos a ejercer su propia justicia con autonomía.

La Corte Constitucional de Colombia (órgano similar al Tribunal Constitucional Peruano) resolvió el caso en última instancia, optando por cautelar la decisión tomada por el pueblo arhuaco. Habiendo comprobado la Corte que el carácter individualista de los dogmas evangélicos chocaba frontalmente con la concepción del mundo y del ser contemplada por la cultura arhuaca, este órgano judicial resolvió que “el proselitismo de otras religiones, dentro del territorio arhuaco,  independientemente de que se realice por miembros de la comunidad o por  terceros, pertenece a un genero de conductas que por atentar contra el núcleo de las creencias de la comunidad, pueden ser objeto de serias limitaciones por parte de las autoridades internas. La comunidad indígena, resguardada  bajo el principio de la diversidad cultural, puede autónomamente controlar su  grado de apertura externa”[3].

Es decir que, ante una potencial o real amenaza a su ligazón comunitaria, el pueblo arhuaco tiene el derecho a regular autónomamente su grado de apertura y relación con el mundo exterior. El mismo criterio podría ser utilizado por otros pueblos originarios para establecer restricciones a la entrada del turismo en sus territorios tradicionales, pues la experiencia demuestra cómo esta actividad erosiona o transforma de alguna manera su sentido de existencia colectivo. Y esto para bien o para mal, depende del prisma del cual se mire. Además que, el desarrollo de la actividad turística no se sustenta en un principio de igual valor que el de la libertad de conciencia.

Empero, nuevamente en este tipo de análisis, uno comienza hablando de lo real para situarse luego en el plano de lo ideal. Y es que, nunca como hoy tuvimos tantas oportunidades de adquirir saberes y experimentar vivencias a través del contacto con diversas culturas. La actual globalización ha permitido que pasemos de descubrirnos como países, como Estados, a descubrirnos como pueblos. De manera que, restringir las oportunidades que nos presenta la vida para conocernos unos a otros, para entrelazar nuestros conocimientos con los de otras culturas, parece realmente injusto. Es limitarnos a ser mejores personas, pues uno tiende a interiorizar los elementos positivos de otras culturas, enriquecerse con los saberes ajenos; y así, crecer como persona, en habilidades, conocimientos y (especialmente) tolerancia.

No obstante, mientras que la intolerancia, la mala fe o el mercantilismo estén presentes en muchas de las dimensiones posibles de relaciones interculturales entre pueblos originarios y terceros externos (que incluyen al turismo), se seguirá siempre hablando de lo utópico y no de una (ansiada) realidad.



[1] En el marco de la Festividad de la Virgen del Carmen, los Capac Colla representan a los antiguos arrieros de la zona del Altiplano, que periódicamente acudían a Paucartambo a intercambiar sus productos. Al igual que los Capac Colla, en esta festividad se recrean y simbolizan numerosos personajes reales y míticos del pasado andino, y que representan el sincretismo de la religión católica con la andina.
[2] Aunque, difícil es precisar si la autoestima de estos pueblos se fortalece realmente con la revalorización de su patrimonio cultural en función del turismo. Una cuestión manifiesta en nuestros países es cómo las costumbres de muchos de estos grupos son ensalzadas y aclamadas por los gobiernos de turno como representaciones folklóricas o pintorescas para generar divisas a través del turismo. No obstante, cuando el pueblo quiere hacer sentir su voz y capacidad de decisión (como en el uso y disposición de sus territorios), estas mismas prácticas son calificadas de atrasadas o contrarias al desarrollo.
[3] La Corte sí exigió que los arhuacos conversos al evangelismo no sean discriminados por el resto de la sociedad arhuaca, permitiéndoseles practicar su fe fuera de la comunidad. Fuente: Sentencia SU-510/98 de la Corte Constitucional de Colombia.